La famosa versión en inglés de Anna Karenina,de Constance Garnett, que llegó a manos de Vladimir Nabokov cuando este vivía en Estados Unidos, lo obligó en determinado momento a hacer una nota al margen en lápiz. Hay un pasaje en el que Anna Karenina se acerca a un caballo y este la mira “con sus ojos tristes”. Nabokov toma entonces el lápiz, dirige una flecha al espacio en blanco de la página y escribe: “Querida Constance, los caballos no miran con los dos ojos, miran con uno”.
Siempre me agradó Nabokov, porque sencillamente me agradan los escritores geniales, pero Nabokov como lector es a veces superior al Nabokov escritor (algo así pasaba con Fogwill: su generosidad, su curiosidad y su capacidad de prestar atención a los detalles en la lectura eran en ocasiones superiores a su generosidad, su curiosidad y su capacidad de prestar atención en los detalles en la escritura). Naturalmente, debe de haber influido que Nabokov había leído muchísimas veces Anna Karenina –y en ruso–. Pero esa observación hecha a la traductora pone de manifiesto también otras cosas: el grado de seriedad con que alguien se toma la lectura, la enseñanza de la literatura y el conocimiento que se tiene sobre determinado autor. Tolstoi sabía cómo miraban los caballos –y Constance Garnett, no–.
A mucha gente atenta a lo que lee seguramente va a resultarle una estupidez mi reciente descubrimiento: la Mrs. Dalloway de Virginia Woolf (que siempre tendrá la cara de Vanessa Redgrave), cuando comienza la novela, da pistas, sin decirlo explícitamente, de que se acaba de recuperar de la gripe española. “Mrs. Dalloway dijo que compraría ella misma las flores […] Se detuvo un instante en el cordón de la vereda, esperando que pasara el camión de Durtnall. Una mujer encantadora, pensó de ella Scrope Purvis (conociéndola como se conoce a la gente que vive junto a nuestra puerta, en Westminster); hay en ella algo de pájaro, de grajo, azul verdosa, liviana, vivaz, aunque haya pasado los cincuenta y encanecido mucho desde su enfermedad. Allí estaba posada, sin verlo, esperando cruzar, muy tiesa. Porque habiendo vivido en Westminster –¿cuántos años?, más de veinte– se siente hasta en medio del tráfico, o al despertarse de noche, aseguraba Clarisa, una calma particular o solemnidad, una indescriptible pausa; una suspensión (pero esto podía ser su corazón, afectado, se decía, por la influenza) antes de que el Big Ben suene. ¡Ahora! Ya empezaba. Primero una advertencia, musical; en seguida la hora, irrevocable”.
Pasaron 140 años del nacimiento de Virginia Woolf, el 25 de enero de 1882, y casi un siglo de la publicación de La señora Dalloway. El libro apareció en 1925, pero estaba ambientado en 1923, cinco años después del comienzo de la epidemia de gripe española, que en aquella época mató entre 50 y 100 millones de personas en todo el mundo.
Woolf no lo especifica, pero las campanadas del Big Ben, que inspiran en la señora Dalloway “calma”, “solemnidad” y “suspensión”, sonaban entonces para recordar a las personas muertas por la epidemia. Al comienzo mismo de la novela hay una referencia a la gripe española, porque la señora Dalloway sale a comprar flores cuando finalmente estaba curada.
Esto no lo descubrí solo, lo leí en un artículo de Evan Kindley en el New Yorker que habla de un libro aparecido en 2019 de Elizabeth Outka, Viral Modernism: The Influenza Pandemic and Interwar Literature, en el que la estudiosa reconstruye el impacto de la gripe española en el pensamiento de la época a través de referencias presentes en las obras literarias. Un libro que me gustaría mucho leer en español.