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La sentencia de Cristina

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Cada tanto, cuando me asalta la curiosidad por charquear en el vasto océano de la filosofía, pido a los santos del cielo aclaren mi entendimiento. Les pido que intercedan ante las jerarquías sin número de los ángeles para que me permitan elevarme alguna vez de las páginas de Wikipedia hasta los textos de divulgación, y de allí, en progreso constante entre las irisadas plumas de la comprensión, acceder por fin y en plenitud a los libros de filosofía posta-posta. Digamos: de Adolfo Carpio a, ponele, Martin Heidegger. Claro que, donde surge el deseo se levanta el obstáculo. Así, una vez choqué irreparablemente contra la primera página de Ser y tiempo, libro que imprudentemente compré para desasnarme en vez de realizar una exploración inicial en alguna librería. ¡Y hay quienes se quejan de Thomas Bernhardt! El escritor austríaco al menos exhibía una sintaxis reconocible y un ritmo frenético pero atendible. Heidegger, me pareció, tenía ideas fuertes sobre algo, pero probablemente las había concebido mientras lo ataban con un chaleco de fuerza. Y, ¿quién sabe? Finalmente, ¿cómo entender verdaderamente (aquí haría falta una bastardilla, siquiera un subrayado, para volver inquietante y significante el adverbio) lo que pensaba el filósofo germano, cuando no sabemos alemán? E incluso, si lo entendiéramos hasta cierto grado, ¿hasta qué punto ese conocimiento incompleto nos permitiría acceder al pensamiento “verdadero” del filósofo?

¿Por qué no abandono entonces mi esfuerzo por alcanzar o siquiera otear las cumbres de lo abstracto?

Quizá porque repiquetea en mi cerebro el pájaro loco del lenguaje que me dice que no importa saber  –¿saber qué?– sino perderse en el paisaje donde se vislumbra la perfección de lo incompleto, como los fragmentos de un antiguo poema escrito en unas tablillas que encontramos escarbando las arenas del desierto, y que nos permiten intuir, no lo que falta y nunca sabremos, sino el espacio mismo, el aire de lo perdido, un principio de éxtasis, la revelación que avanza hacia nosotros y nunca termina de rozarnos. 

Repiquetea el pájaro loco del lenguaje, y en sus giros caprichosos dice dos cosas (no, no estoy psicótico, solo recuerdo). Una, la frase de un aviso publicitario: It must be done, que traduzco a placer como “Esto debe ser hecho”. La otra, una canción de Charly García, “Cerca de la revolución”, que dice: “Pero si insisto/ yo sé muy bien que conseguiré”. Y no importa qué. Alguien me contó que Bertolt Brecht tenía en su escritorio un muñequito, una especie de burro que en la frente o el lomo o en alguna parte tenía pegada una frase: “Yo también entenderé”, o algo así. Formas del empeño como imperativo categórico (Kant), que el psicoanálisis define como superyó. 

Hablando de eso, también le pegué una ojeadita a algunos textos de Jacques Lacan, ya no recuerdo si escritos o desgrabados (y conjeturalmente reescritos por su yerno). Se ve que a ese hombre le hizo mal leer a James Joyce y ser amigo de surrealistas. Prosa histérica, exhibicionista, pero muy bien escrita para ser leída en trancos cortos. A Lacan todavía le falta su Champolión. En cambio, su maestro Sigmund Freud, ¡qué gran novelista burgués! Da gusto leerlo.

¿En qué andaba? Filosofía. Pero antes, una cosita. Es cierto que casi no existen novelas dichosas porque la felicidad no es narrable, tiende a lo estático, coquetea con el aburrimiento. Pero tampoco existen, estrictamente, novelas plenamente desdichadas, novelas que cifran el total de los horrores, compendian la desgracia absoluta, exhiben la completa infelicidad, porque el placer –o siquiera el alivio– que el autor encuentra al escribir se filtra y permea las palabras. La escritura como acto perpetuo de reparación.

Volviendo al punto. No crean que me olvidé. Cristina F. de K. y mi madre afirman que todo tiene que ver con todo, y eso es cierto y perturbador, porque si no hay saber discursivo que se construya sin contexto, y cada contexto está hecho de partes que deben ampliarse y explicarse, encontrar su propio contexto, ¿dónde está el punto final de la indagación, el saber sobre el saber sobre el saber que arma el campo definitivo? En el fondo es la pregunta sobre el borde del universo. Quizá por eso es tan bello el título de un libro que escribió la poeta Juana Bignozzi: Todo se une con la noche.