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ESFERA PUBLICA

La sinceridad

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No existe, lamentablemente, el Pulitzer de la mentira. Lo habría ganado la revista Caras por su tapa: el candidato Insaurralde, petrificado, es besado para la foto por Jesica Cirio mientras mira estupefacto la vereda de enfrente. El epígrafe dice: “El romance del que tanto se hablaba es realidad”. Si casi todo el mundo miente –y eso parece indicar este despropósito publicado por una editorial teóricamente comprometida con el periodismo– sólo queda adivinar por qué lo hacen, o bien abandonar todo lo que uno tiene que hacer en su vida para dedicarse a refutar cada mentira individual, una tarea imposible. En la esfera pública, el subtexto reemplazó al texto.

Por eso hablábamos acá hace poco de la autenticidad –su ausencia– y hoy de un concepto similar, pero aún más elusivo, la sinceridad, sobre el cual R. Jay Magill acaba de publicar un libro de historia, justo cuando lo último que quería leer yo era un libro de historia.

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La tapa es linda y el título es más largo que el de La bella y graciosa moza. Se llama “Sinceridad: Cómo un ideal moral nacido hace quinientos años inspiró guerras religiosas, el arte moderno, el hipster chic y la curiosa noción de que todos tenemos algo que decir, no importa cuán aburrido”. Ahora quiero ese libro que promete el editor, porque lo que hay adentro es mucho menos que eso, apenas una reseña bien documentada del uso y la influencia del concepto de sinceridad en el mundo moderno. Se puede leer, pero no ayuda mucho, y cada vez que encuentra algo interesante sigue de largo con otra cosa.

Pasa algo raro al final, como si de pronto en el último capítulo Magill sintiera que no puede irse sin dejarnos alguna conclusión. La que saca de la galera es muy decepcionante, algo así como “la sinceridad completa es tan nociva como su opuesto exacto”. Y sí. Este procedimiento de extrapolar a lo absoluto no funciona casi nunca. Hablamos aquí alguna vez de la pizza absoluta. Bueno, lo mismo.

Para argumentar su punto que no es un punto, Magill imagina un mundo en el que todos son sinceros todo el tiempo, citando la película de Ricky Gervais en la que pasaba exactamente eso. La descripción se le complica tanto como a Gervais su película, el absoluto se le hace inabordable. Dice que no habría mentiras, engaños, ni (no entiendo por qué) robos. “Los protocolos de la vida civilizada desaparecerían. En este mundo perfectamente sincero no habría literatura, por supuesto, porque la literatura es realidad inventada. No habría pintura representativa, ni dibujo ni escultura, porque todos fingen ser lo que no son.” Intentando demostrar una obviedad que, como tal, no necesita ser demostrada, Magill asimila artificio con insinceridad, un problema ya resuelto por Oscar Wilde cien años antes.  En el mundo de la sinceridad absoluta según Magill, todos seríamos como los marcianos de Galaxy Quest, que creían que Star Trek era real y cuando se enteraban de que la nave era una maqueta se querían pegar un tiro. Como las sociedades que resultarían de ese mundo son inimaginables, el ejemplo no nos ilumina sobre el valor de la sinceridad en las que existen.

Todo sugiere que imaginar lo contrario –un mundo en el que la sinceridad no existe– sería, también, un ejercicio irrelevante. Pero fíjense lo que aparece cuando Magill intenta describirlo: “Imaginemos, por un momento, un mundo en el que nadie es sincero. Todo lo que alguien dice o hace tiene un motivo ulterior. Uno no podría ni tener amigos. En términos más generales, no habría justicia, porque nadie se tomaría en serio la ley. Puesto que la ley, en este escenario, querría decir otra cosa de la que dice. El universo de los negocios sería prácticamente imposible, porque todo contrato estaría privado de valor; no sería un contrato ni querría decir nada. Y toda actividad con una orientación científica sería impracticable, porque no contaría con data confiable.”

La sociedad argentina es hoy, punto por punto, ese disparate. Ojalá, a partir de hoy, un poco menos.
 

*Escritor y cineasta.