No voy a referirme a la discusión actual en torno a las reformas al Código Penal (aunque la ciencia económica tiene cosas para aportar al respecto). Voy a referirme a la reincidencia como conducta de la sociedad argentina por usar la inflación para solucionar nuestros problemas fiscales.
Para cualquier extranjero resulta difícil comprender cómo es que una sociedad que ha pasado por las traumáticas experiencias de alta inflación e hiperinflación como la nuestra insiste en repetir el mismo error en cada nueva generación. A diferencia de otras sociedades, en las que las generaciones que sufrieron el trauma de la alta inflación les legaron a las generaciones posteriores marcos institucionales, básicamente la independencia del Banco Central, para impedir que se repita esa barbaridad, nuestros políticos, muchos de ellos protagonistas de los últimos episodios de hiperinflación de finales de los 80, volvieron a cambiar irresponsablemente la carta orgánica del Banco Central, una condición necesaria para la elevada inflación de la que hoy se quejan.
Lo cierto es que el problema inflacionario ha vuelto a dominar la macroeconomía argentina, porque en el corto plazo se presenta como “solución” del financiamiento de un gasto público, desbordado e ineficiente.
En efecto, para el Gobierno, la inflación es una manera de hacer el ajuste fiscal sin reconocerlo explícitamente, en la medida en que logre que los incrementos nominales de gastos se den por debajo de la evolución nominal de los ingresos. Desde el punto de vista político, no es lo mismo lograr un ajuste fiscal anunciando una baja de salarios nominales del 5% con inflación 0%, que aumentar los salarios 30%, con inflación que después resulta del 35% o 40%. Salvando las distancias, no fue políticamente lo mismo la baja de salarios que propuso el gobierno de Fernando de la Rúa, en medio de la convertibilidad, que la violenta baja de salarios que logró la administración Duhalde, con el shock devaluatorio inflacionario de 2002.
Por supuesto que para completar la trampa hay que lograr, además, que la “culpa” de la inflación sea de los empresarios, de los grupos concentrados, de los especuladores, en lugar de la responsabilidad primaria del Banco Central, a cargo del poder de compra de la moneda que emite.
Mejor aún es la situación de los gobernadores, cuyos ingresos nominales crecen con la inflación, vía la recaudación del impuesto a los Ingresos Brutos, mientras están políticamente tranquilos, dado que la culpa de la inflación o es del Banco Central o de los empresarios.
Por supuesto que, como mencionamos, para que el ajuste fiscal se verifique, el aumento salarial para los empleados públicos tiene que ser, al final del día, menor que el incremento de los precios, lo que se logra o “cerrando” un aumento inferior a la inflación o pagando el aumento “en cuotas”, lo que también se traduce en una caída real.
Sin embargo, este mecanismo resulta altamente peligroso, y por eso las sociedades de otros países han renunciado a utilizarlo con intensidad.
Resulta peligroso, porque la caída de los salarios reales en el sector público sólo puede ser un mecanismo transitorio, y moderado. De lo contrario, las consecuencias sociales de este instrumento terminan siendo insostenibles.
Segundo, porque tarde o temprano en economías altamente dependientes del consumo interno se afecta el nivel de actividad y surge un círculo vicioso. Al caer el nivel de actividad, se necesita más inflación para obtener el mismo resultado “recaudatorio”, dado que cae la recaudación por volumen y a mayor inflación, mayor caída del salario, mayor recesión, etc.
Al final del día, la combinación de recesión e inflación termina siendo letal, no sólo para la economía, sino también para la política y para la paz social.
De allí, entonces, que las sociedades, en general, han preferido pagar los costos políticos que implica tener una política fiscal ordenada financiada con una razonable mezcla de impuestos genuinos y deuda de largo plazo para infraestructura y renunciar a los supuestos beneficios de corto plazo de la fiesta populista con expansión del gasto financiada con inflación.
Nosotros, en cambio, como rezaba el lema de La sociedad de los poetas muertos, preferimos “vivir el momento”.
Así nos va.