L eemos por placer, para instruirnos y para que nos den la razón. Napoleón Bonaparte no forma parte de nuestros intereses inmediatos, pero fue una buena excusa para pasar una semana con Stendhal, Chateaubriand y Léon Bloy.
Napoleón fue la gran inspiración de Stendhal: los protagonistas de sus libros deben su aliento a la admiración que el autor le profesaba al Emperador. Ardiente republicano, enemigo de la nobleza, Stendhal es un napoleónico de izquierda que no le reprocha el despotismo (“el de los crímenes que una revolución acarrea es un argumento de aristócratas”) sino haber perdonado a la nobleza y temido al pueblo: “Estropeó con la pluma lo que había ganado con la espada”.
Chateaubriand, un aristócrata conservador y liberal, está en las antípodas. Si Stendhal fue cautivo del sueño napoleónico, Chateaubriand lo sufrió como una pesadilla. Pero en las póstumas Memorias de ultratumba hizo las paces con Bonaparte. Allí coincide con Stendhal desde la idea contraria. Para Chateaubriand, Napoleón encarnó la tenebrosa afinidad entre igualitarismo y despotismo en detrimento de la libertad. Sin embargo, no le escatima elogios y lo llama “un poeta de la acción, un genio inmenso de la guerra, un espíritu infatigable...”. Y si lo critica por sus falencias políticas y personales, advierte que éstas se empañan porque “la gloria retorna como un vapor radiante y cubre al instante el cuadro”.
El vapor de esa gloria alcanzó a Hegel: “Es un prodigioso sentimiento el de ver a semejante individuo que, concentrado en un punto, sentado en un caballo, se extiende sobre el mundo y lo domina”. Esa imagen se parece a la que pinta un escritor tan poco hegeliano como Léon Bloy, católico, reaccionario y el más delicioso inventor de falacias que haya dado la literatura. En El alma de Napoleón, Bloy llama a Bonaparte “el rostro de Dios en las tinieblas” y no le importa que su ídolo haya encarcelado al Papa: el fulgor de Napoleón, su poder universal y su dominio del mundo son un anticipo cifrado del Advenimiento. Imaginativo hasta la extravagancia, Bloy atribuye los errores de Napoleón a que el ángel de la guarda que le asignaron en el Cielo no estaba a su altura. Napoleón parece ganar la apuesta de la Historia y hasta sus enemigos se rinden ante su talento en perpetuo movimiento, ante su contagiosa potencia.
Además de traducir completas las Memorias de ultratumba, la editorial Acantilado (que tanto ha hecho para equilibrar la insulsa y sectaria pedagogía progresista en la que nos educamos) publicó también De Buonaparte y de los Borbones, un panfleto de Chateaubriand en plena lucha por la restauración monárquica. En el prólogo, el crítico italiano Cesare Garboli advierte que el librito echa luz sobre la mezcla de prepotencia, corrupción, miedo y degradación de la ciudadanía que está en el centro del autoritarismo contemporáneo. Concluye Garboli que ciertas verdades se aprecian sólo en el fragor de la lucha, antes de que los historiadores hagan su trabajo. “A menudo la ceguera y un implacable odio ven más lejos y son capaces de juzgar con mayor precisión a nuestros enemigos de lo que pueden hacerlo la amplitud de miras, un juicio reposado, la equidad y el equilibrio.” Hacemos bien, nos susurra, en vociferar contra los despotismos. Aunque parezcan de opereta.