“Un idealista es un hombre que, partiendo de que una rosa huele mejor que la espinaca, deduce que una sopa de rosas tendría también mejor sabor.”
Ernest Hemingway (1896-1961)
Eran otros tiempos, más sencillos seguramente. De verdad nadie había visto nunca un dólar, como después diría el general, y hasta la crueldad se ejercía sin tanta sofisticación. Todo duraba más; las heladeras, las estrellas de cine, los matrimonios, la chapa de los autos, los sombreros, la magia y los equipos de fútbol. Cuando a Carlos Peucelle le pidieron que revelara el secreto del célebre River de los años 40 que dirigía, contestó, con un candor para nada fingido: “Esa delantera de La Máquina fue un invento de doña Rosa, la mamá de Pedernera”. Don Adolfo, efectivamente, era el cerebro de aquel grupo de superdotados. Un enganche, digamos. Lo rodeaba el despliegue y el talento del Charro Moreno, dos wines muy veloces –Muñoz por derecha y Lousteau por izquierda–, y El Feo arriba, bien cerca del área rival, allí donde era mortal.
A Angel Labruna lo llamaban así por su cara poceada, nariz algo torcida, pómulos salientes, sonrisa sin simetrías. Antes del partido, en cuanto pisaba el césped, corría hasta el arco vacío y de un zapatazo inflaba la red. En esa cábala resumía su obsesión. Era un ritual que continuaba durante el partido. Nadie sabía cómo, en el momento menos pensado, se colaba entre los defensores, arqueaba su cuerpo para lanzarse a velocidad, se inflaba su camisa –en esos años usaban amplias camisas para jugar, con botones y cuellito–, acomodaba su mejor perfil y ¡pum!, la pelota buscaba el palo más lejano del pobre arquero rival. Gol.
Hizo 293 –16 contra Boca– en 515 partidos, desde 1939 hasta 1959; uno menos que Erico, top de la historia. Nueve campeonatos y veinte largos años en los que todo salía fácil en la tierra de los mejores. Fue así, hasta que, casi a los 40 y jugando para Argentina en el Mundial de Suecia, chocó contra la realidad y un expreso checoslovaco con aire para regalar. Nos pasaron por arriba y metieron seis. Chau. El mundo era, nomás, un lugar siniestro.
Se hizo técnico casi por casualidad. En 1965 atendía el restaurante de Defensores de Belgrano; el equipo venía mal y le ofrecieron dirigirlo. Un año le hizo ganar el torneo de la B. En 1967 agarró a Platense en Primera y fue un boom: lo eliminó en semifinales del Metro el Estudiantes de Zubeldía, 4-3. En 1968 pasó por River y no pudo cortar la malaria; pero en 1971 se dio el lujo de sacar campeón a Central, aquel equipazo del gol de palomita de Poy a Newell’s que inmortalizó el cuento del Negro Fontanarrosa. Volvió a River en 1975 para aniquilar la racha de 18 años sin títulos y ganó cinco campeonatos más. En 1983, a los 65, la muerte lo sorprendió mientras formaba un plantel histórico: el Argentinos Juniors de Bor-ghi y Batista que ganaría todo. Era un artesano delicado y obsesivo con cada uno de sus equipos. Se notaba.
¿Era un estudioso Labruna? Sí, de las carreras de caballos, una de sus grandes pasiones. No era un intelectual; un teórico. ¿Cuál era, entonces, su estrategia? Repetir en sus equipos su destino privilegiado. Elegir bien; rodear a sus jugadores para que pudieran sacar lo mejor de sí, protegerlos, contagiarles su optimismo sin límite. Así se volvió mito en una tierra de mitos. Ganar era inevitable; él, como todos, se sentía más predestinado que obligado al éxito. Insólito tiempo aquel, en el que dos más dos sumaban cuatro. Victoria o papelón.
Diego Simeone también es hijo de su tiempo; y hoy ocupa el mismo banco que el viejo maestro, aunque pocas veces lo use. La mayoría del tiempo se lo ve cerca de la línea de cal a puro grito, girando sobre sí mismo, moviendo los brazos como Joe Cocker en Woodstock. Labruna no; era un malvón incrustado en su silla alta, que se había hecho preparar especialmente. Insultaba por lo bajo, gritaba cuando una falla lo enfurecía, indicaba los cambios y ya. Son estilos. Comparten, eso sí, esa pulsión por ganar. Labruna equilibró su descomunal equipo del ’75 sumando años más tarde al Nene Comisso por izquierda para ayudar al pobre Merlo en la recuperación. Listo. Simeone busca, pero no encuentra. Y hoy lo espera San Martín de Tucumán en la durísima cancha de La Ciudadela, dirigido por Carlos Roldán, un desconocido que viste tristes buzos deportivos pero que ya desde el Argentino B hace jugar a sus muchachos con línea de tres en la defensa. Paradojas del superprofesionalismo.
Me gusta Simeone. Hace unos días, después del horrible partido de la Selección, sobraban los que fantaseaban verlo en el lugar de Basile. Pero perdió contra Vélez jugando feo y mal y zas, volvió al punto de partida. Es injusto. En Estudiantes lo tuvo a Verón, sí, pero lo supo apuntalar con un esquema audaz y efectivo. Fue allí tan campeón como en River, sólo que, en La Plata, el fantasma pragmático de Zubeldía difícilmente resulte tan duro de superar como ese angelito prócer que hoy, encima, es un puente, allá afuera. El aristocrático club de Núñez no es Boca, “River no es la mitad más uno, es el país menos algunos”, dijo alguna vez en un exceso de argentinismo Labruna, un hombre que no leía mucho más que La Fija, pero era dueño de una extraña habilidad para soltar frases ingeniosas.
Ese geist imperial tan nuestro suele ser fatal, querido Cholito. Mucho cuidado con el filo del cuchillo cuando te lo lleves a la boca, esta vez. Apretá los dientes, no traiciones tu idea, pero ojo: no pretendas ir más rápido que tu sombra. Es que sobran los verdugos en estos tiempos de crisis y, además, la historia es clara; recordá cómo cualquier revolución, tarde o temprano, se come a sus propios hijos.
Ni te cuento a los técnicos de fútbol.