El look de Mauricio Macri en su presentación en el festival Global Citizen en Hamburgo, Alemania, terminó de redondear la parábola. El Presidente de la Nación juega al emprendedor a tal punto que hasta se viste como los chicos que inventan empresas de tecnología y tienen éxito o se estrellan, con una pequeña gran diferencia: su startup, como se llama a las empresas emergentes, es la Argentina.
Desde que llegó a la Casa Rosada, inventó un producto, como una aplicación para celulares, que podría llamarse “la Argentina que cambió”. Y anda por el mundo buscando inversores que le crean y le fondeen el proyecto. Cada evento internacional donde lo invitan, para él es un pitch, una de esas charlas en las que los creadores pasan una presentación copada para convencer a los fondos de inversión que si apuestan ganarán fortunas. Por eso tiene muletillas, chistes futboleros, segmentos que repite. Por eso fue al Foro Económico de Davos cuando asumió, a la conferencia de millonarios de Idaho más tarde, a cumbres en Wall Street o por eso hizo el Mini Davos en el CCK hace casi un año. Siempre hay mucho humo en esas charlas. Se resaltan fortalezas por comprobarse y se esconden defectos constatados. Se habla más del clima de negocios que de la débil recuperación de la actividad.
Tal vez por eso por ahora no le creen, salvo los que piensan que la app puede funcionar bien para negocios financieros. Lo muestra la hoja del balance de pagos del primer trimestre del Indec, que si bien es una foto parcial de los movimientos de divisas, revela que entraron US$ 2710 millones para inversión real y US$ 16.642 millones para inversiones que tratan de hacer plata de la plata.
Fuck up. Una máxima del mundo entrepreneur es que se puede fracasar y tener que salir a inventar otra cosa. Se suelen armar en todo el mundo fuck up nights, noches donde se toma y se cuentan emprendimientos fallidos. Con un país eso puede ser dramático en términos sociales (no tanto en términos personales, basta ver esta semana a De la Rúa pedir no pagar Ganancias).
Pero a dieciocho meses de haber asumido, el jefe de Estado todavía se siente muy cómodo en este rol de seudo Marcos Galperín en el sillón de Rivadavia. Para él, el mundo es Endeavor. Puede hablar de disrupción, de millennials, de redes sociales, de la uberización de los mercados y del futuro de los trabajos que no existen, de aceleradoras, dice “unicornios”, cita a Andy Freire. Cuando vuelve, la Argentina es el Movimiento Evita, tiene que hablar de planes sociales, inflación, déficit fiscal, PAMI, pensiones, el Estado en tu barrio, paritaria docente, sindicatos.
El puente con el que trata de unir ambos mundos y hacer creíble su startup lo llama “cambio cultural”, un fenómeno que, según él, se estaría dando en múltiples áreas a la vez, una idea que por tan arriesgada quizás le resta credibilidad al proyecto. Habría un cambio cultural por el que la mayoría de la gente quiere pagar precios más altos y que la subsidien menos (tarifas); otro por el que los empresarios quieren más competencia y menos protección (importaciones); y como se vio en los últimos días otro que implica que el costo de vida ya no seguirá la evolución del dólar, que se puede mover libremente (devaluación).
Si todo esto fuera cierto, ese cambio cultural que aseguraría que la startup tiene futuro (y conseguiría fondeo) se resumiría en que en provincia de Buenos Aires la gente votaría más a Esteban Bullrich que a Cristina Kirchner.