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La tapa a rosca

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Cuando voy a Buenos Aires dedico una tarde a instalarme en una librería. Allí miro libros y me entero de las novedades culturales. La última vez, dos personas me dieron señales de Daniel Guebel. La primera me dijo que estaba dedicado a administrar un negocio de sushi, lo que me sorprendió mucho porque no le conocía esa veta empresarial. La otra persona me dijo algo que ya me habían dicho otras personas y que incluso había dicho yo mismo: que el problema de Guebel es no sentirse reconocido como se merece y que eso lo tiene amargado. No sé si será para tanto, pero la leyenda sobre el descontento de Guebel con la lotería literaria es tema de muchas conversaciones.
 
Más tarde, cuando iba a pagar, me encontré con otro cliente y nos pusimos a hablar de vinos. Era un individuo informado de las últimas tendencias en la materia y sabía perfectamente qué vinos había que tomar, a qué enólogos había que seguir, etcétera. En un momento empezó a exaltar las virtudes de la tapa a rosca para las botellas. Hasta hace un tiempo, era sacrílego imaginar que un vino de calidad iba a tener un tapón que no fuera de corcho, pero ese dogma está perdiendo vigencia. En parte porque el alcornoque (el material de los corchos) escasea en el mundo y es difícil de importar, en parte porque el cierre de aluminio es práctico y efectivo, lo cierto es que ya no queda bien defender el corcho a ultranza entre los conocedores.

Aunque durante mucho tiempo el corcho fue un dogma de la viticultura como es un dogma que Guebel sufre demasiado porque no es tan vendido, elogiado y traducido como siente que merecería. Pero un día esto puede cambiar y puede ser que en los corrillos de las librerías se comente que es el mejor novelista de su generación, como dice la solapa de Las mujeres que amé, su último libro (en realidad hay otros dos, compuestos por pequeñas piezas teatrales, que aparecieron simultáneamente). O que Guebel es de lo mejor de la literatura argentina de este siglo. Lo que no es otra cosa que la verdad.

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En Las mujeres que amé, Guebel vuelve a demostrar que sólo Alberto Laiseca puede rivalizar con él en materia de imaginación y comicidad, dos características casi uniformemente ausentes entre sus colegas. Y, además, el libro es de algún modo un comentario sobre su destino como escritor. Las mujeres que amé cuenta una y otra vez la misma historia: lo hace en clave realista, fantástica, filosófica; lo hace con Laura, con Mariana, con Teresita; lo hace en la infancia, la adolescencia, la madurez. Cada relato se parece al anterior pero le agrega una nueva vuelta de frescura e ingenio. La novela pone en escena la maldición proustiana, esto es, que el amor no correspondido es en el fondo un amor no deseado. Pero esta infinita cadena de padecimientos es una metáfora de las quejas de Guebel sobre su valor de mercado: si no es vox pópuli que es un gran escritor, que es mucho mejor que sus contemporáneos más exitosos, es porque no quiere que eso ocurra, porque siempre logra que su escritura esté por encima de las que suscitan el elogio. Esto da lugar a otra paradoja: como le ocurre a su personaje con las mujeres que lo rechazan, Guebel se expone cada vez más con tal de ser querido. Así, deja testimonios cada vez más terribles de su dolor sin poder evitar que uno se ría de ellos.