No nos llevamos bien la televisión y yo. Podría decir que no nos llevamos, como que miro muy poca TV (le prometo para un día de estos un artículo sobre mirar/ver y escuchar/oír). Pero de vez en cuando, buscando una vieja película inglesa o una policial clase B, C o D, de esas en las que los malos son malísimos y los buenos son buenísimos y al final el muchacho se queda con la chica (de esto también le voy a hablar algún día), no tengo más remedio que ver algunas publicidades y termino haciéndome preguntas. Por ejemplo: ¿qué fue de las publicidades imaginativas e inteligentes de hace algunos años, como la del chico que arruinaba la bicicleta del otro?; ¿qué pasa con las buenas de ahora, la de la familia Tosi, estupenda, o la del chico que sueña con palacios, autos y viaje, y que han desaparecido al poco tiempo o se han convertido en una especie de “resumen”?; ¿cómo se permiten avisos de medicamentos evidentemente truchos que les hacen adelgazar a las gorditas y los gorditos diez kilos en una semana?; ¿y los de los aparatos eléctricos o electrónicos que hacen que los músculos se contraigan y se endurezcan y queden como los de un deportista de veinte años con sólo usarlos tres minutos por día?; ¿y los de shampúes y cremas de belleza que son absolutamente mentirosos y para comprobarlo no hay más que charlar cinco minutos con el dermatólogo? Digo: ¿no hay un organismo de control para esas cosas poco y nada fiables y en muchos casos contraproducentes? Bueno, no, supongo que no. Y conste que no estoy hablando de la calidad “artística” de ciertos programas (de esto no le voy a hablar porque la indignación me hace decir cosas que según mis tías una señora bien educada no debe decir), sino de avisos publicitarios que no debería ver nadie, que no deberían existir, vamos.