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La tiranía del pago exacto

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Se ha vuelto un caso difícil, entre nosotros, el de pagar por alguna cosa y que el que recibe ese pago se muestre sencillamente conforme. A menos que abonemos con lo justo (y muy pronto, quizá, según parece, ni aun con eso alcanzará), quien percibe un pago siempre tiene algo más que pedirnos, siempre tiene algún reclamito que hacer. O nos consulta si no tenemos “más chico” (y eso aunque paguemos con un billete más bien chico, como es por caso el de cien pesos), o bien si no tenemos dos pesos, o cinco, o siete. Solemos no entender del todo por qué nos pide lo que nos pide, dado que no somos Paenza, y en definitiva, más que el enigma aritmético, lo que va percudiéndonos el alma es el hecho de la insatisfacción constante.

Bien sabemos (sabemos por Marx, sabemos por Simmel) que no existe relación social que no esté mediada por el dinero. No es entonces un dato menor que, en la Argentina, en nombre de la falta de cambio, se haya vuelto prácticamente imposible el acto de suministrar un pago y que el otro sin más trámite se contente. Lo que damos nunca está bien, lo que damos nunca es perfecto; casi no hay vez en que dejen de pedirnos algo más, algo distinto, algo que no dimos o algo que no tenemos.

No se trata, evidentemente, del malestar de las grandes crisis. Se trata de un malestar de otra especie: microscópico, capilar, metastásico; malestar de las nimiedades, sin duda, pero también, por eso mismo, recurrente, casi incesante. No hay modo de que no nos afecte. Porque nos vamos acostumbrando así, a la larga, al rito diario de la decepción inducida. Nunca damos lo que el otro espera, nunca somos lo que el otro quiere.

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A algunos puede que les venga bien: a los muchos que, envanecidos, se creen mejores que los demás, y van por la vida juzgando, despreciando, agraviando. Pero a mí, que no tengo ese carácter, la tiranía del pago exacto me está hundiendo en las tinieblas.