Recuerdo, de mis primeros años, una sensación contradictoria. La de ser un niño viejo que creía saber, de manera anticipada, todo lo que vendría hacia mí como experiencia. Incluso conocía la forma de esa experiencia, que se presentaba como una quita de los goces de la vida, una reducción estricta, absurda: no sería para mí lo que se daba al resto de la humanidad como un derecho de la especie. Hoy ignoro qué incluía esa reducción (uno se tienta por poner “todo”, pero eso no es cierto). De hecho, incluso preveía un arco vital nefasto: en algún momento, de niño viejo en los inicios pasaría fatalmente a ser un viejo niño, sin haber conocido nunca la adultez. Creo que ese recorrido se cumplió fielmente. Nombre es destino y la visión siempre supone una profecía autocumplida: hoy, quienes me conocen siguen llamándome en diminutivo.
Pero tampoco hay que cargar las tintas en el abismo negro donde se baña el fantasma gótico de Ernesto Sabato. Junto con esa sabiduría ruinosa yo acuñaba una fantasía salvífica, propia de mi identificación con un personaje de historieta: Superman. Para un niño de barriada pobre y feo del Conurbano, nada mejor que imaginarse dueño de un refugio de hielo llamado “la fortaleza de la soledad”, sentirse capaz de ingresar a las formas absurdas del mundo bizarro, ser dueño de la posibilidad de ingresar a una vasija donde se conservaban vivos sus padres y parte del explotado mundo originario del que se provenía… Y, sobre todo, ¿qué mejor consuelo que suponerse casi invulnerable, dotado de superpoderes y estar destinado a combatir supervillanos, rescatar gatos de los árboles, ayudar a las viejitas a cruzar la calle? Podía ser que el sórdido murciélago de la noche, Batman, fuera mejor detective, incluso, tal vez, más inteligente. Pero igual, no había ni punto de comparación… Sobre todo, porque Superman contaba con el mejor, el más atractivo de los poderes: la vista de rayos X, que le permitía leer el contenido entero de una biblioteca en pocos segundos. La ilustración mostraba ese poder como un rayo rojo que cubría los estantes. La totalidad y la instantaneidad.
Esa fantasía, extendida en el tiempo, fue la compensación necesaria para que la opresión intolerable de lo real aliviara su peso. Por suerte, los dones de Superman forman parte de un paraíso imaginario y la lectura continúa siendo el constante y demorado paraíso verdadero que me espera todas las noches.