Al salir de la Casa Rosada, Maradona explicó desde una perspectiva transideológica las causas del fervor que se vivía en el velatorio de Néstor Kirchner: “La Argentina ha perdido un gladiador”. Se alcanza el grado de gladiador por la forma en que se llevan adelante las batallas. Las causas que la motivaron pueden ser diversas. Y diversos también pueden ser los resultados. Aunque existan triunfos, los fracasos no son tan determinantes: Kirchner ganó todas las elecciones dentro de la provincia de Santa Cruz, pero fuera de ella perdió en las que fue candidato: contra Menem en la primera vuelta de 2003, contra De Narváez en 2009 y hasta el día de su muerte tenía más posibilidades de perder que de ganar en un ballottage el año próximo.
Otros grandes íconos argentinos tampoco precisaron cosechar todos éxitos para ser los más grandes. En sus últimos años, Evita no pudo ser candidata a vicepresidente, el Che expandir su revolución a Bolivia y Maradona ganar los últimos mundiales en los que participó. Pero eso no los mella sino que, no pocas veces, agranda el afecto que despiertan.
También sus estilos personales pueden ser diversos: el Che era austero, la ostentación caracterizó a Evita y a Maradona, mientras que Néstor Kirchner –como en tantos otros aspectos– fue ambivalente entre Bic y mocasines por un lado y un patrimonio muy holgado por el otro.
Lo que hace muy querida por el pueblo a una figura pública no es la estética de su origen ni la de la literal investidura que adopta, sino la de la estética de su lucha. O sea: ser gladiador. Que significa pelearse con algo más fuerte que él y en esa pelea infringirle varias heridas.
No se trata especialmente del triunfo: Lula consiguió muchos más avances para los más necesitados de su país pero la forma no beligerante en que instrumentó su contienda no tuvo el mismo color épico ni entusiasma tanto.
La juventud es especialmente sensible a la fuerza indómita del cambio, no mide los daños que pueda sufrir y avanza con urgencia sin hacer cálculos.
Ante tanta sensibilidad suelta para hablar de Kirchner y la transgresión, antes de empezar hago mías las palabras de George Bataille: “Esperemos que hablar de transgresión no sea una transgresión”. Y la defendía diciendo: “¿Promover la transgresión no trae consigo una ola de crímenes que va a provocar el caos social? No más de lo que por sí misma ha producido la no-transgresión”. “De entrada la palabra designa algo malo: quebrar la ley, romper el orden social. Defiendo el uso de la transgresión como concepto filosófico. Nos ayuda a no absolutizar la ley. A no ser legales hasta la estupidez.”
En una columna de Página/12 titulada “A la Argentina se la puede gobernar si uno se pone acá”, Martín Granovsky, quien fuera presidente de la agencia oficial de noticias Télam, contó que sobre una mesa Kirchner “extendía la mano derecha y la ponía perpendicular a la superficie, como si terminara de cortar algo, y bien cerquita del borde. ‘¿Ves?’, decía, y movía la mano para adelante y para atrás. ‘A la Argentina se la puede gobernar si uno se pone acá.’ Y ‘acá’ era, justamente, al filo”.
Ese filo fue explicado magistralmente por Michael Foulcaut en su Prefacio a la transgresión: “La transgresión es un gesto que concierne al límite; es ahí en esa finura de la línea que se manifiesta el destello de su paso pero quizá también de su trayectoria total, su origen mismo”. “La transgresión franquea y no cesa de traspasar una línea que detrás de ella pronto se cierra en una ola de poca memoria retrocediendo así nuevamente hasta el horizonte de lo infranqueable. Pero este juego pone en juego mucho más que estos elementos, los sitúa en una incertidumbre, en certezas pronto invertidas en donde el pensamiento rápidamente se desconcierta al querer captarlos.”
“El límite y la transgresión –continúa Foulcault– se deben mutuamente la densidad de su ser: inexistencia de un límite que no podría absolutamente ser franqueado y vanidad a cambio de una transgresión que no franquearía más que un límite de ilusión o de sombra. ¿Pero tiene el límite una verdadera existencia fuera del gesto que gloriosamente lo atraviesa y lo niega? ¿Qué sería él después y qué podía ser antes? ¿Y la transgresión acaso no agota todo lo que ella es en el instante en que franquea el límite, al no estar en ninguna parte y en otra parte sino en ese punto del tiempo? Ahora bien, este punto, ese extraño cruce de seres que fuera de él no existen pero intercambian en él totalmente lo que son, ¿no es acaso también todo lo que por todas partes lo desborda? El obra como una glorificación de lo que excluye; el límite da salida violentamente sobre lo ilimitado, de pronto se halla transportado por el contenido que rechaza y se realiza por esa extraña plenitud que lo invade hasta el corazón.”