Ahora que el consenso de los comentaristas políticos se está moviendo hacia la aceptación de que el Gobierno nacional lleva amplia ventaja en la carrera electoral y en la batalla comunicacional por la opinión pública, el eje de los debates se desplaza: ya no se centra en la discusión acerca de si Cristina Fernández gana o no gana la elección o si las encuestas que registran algunos hechos en forma estadística son correctas o incorrectas; ahora busca explicar por qué gana. Algunos analistas están descubriendo que el enfoque de la comunicación del oficialismo encontró una frecuencia de onda que sintoniza con parte de la sociedad en una clave más bien alegre e imbuida de optimismo.
Eso es interesante, porque los argentinos tendemos a no ser muy alegres. No nos falta el sentido del humor, pero el nuestro es más irónico, ácido o cáustico que alegre o expansivo.
Cuando yo era chico oí decir que en los años 20 un filósofo europeo de renombre visitó la Argentina y después de husmear unos días el humor de la sociedad dictaminó: “Es un pueblo triste”. Y así parece ser. Nuestra música –desde el tango hasta la zamba norteña– canta a la tristeza y a las penurias de la vida, sobre todo, las del corazón pero a veces también a las del bolsillo (“las vaquitas son ajenas”). Cuando César Luis Menotti orilló las alturas del heroísmo nacional haciéndonos ganar el primer título mundial de fútbol, recuerdo que un humorista televisivo lo caracterizaba como el hombre que, con expresión profundamente triste, decía de todo cuanto se le preguntaba que “es triste”.
La iconografía de nuestros líderes políticos tiende también a la tristeza. No hubo nada alegre en Yrigoyen, ni en Perón –su única onda expansiva hecha pública era más bien “berlusconiana”, realmente poco edificante, y por cierto relegada al olvido–. Evita es un personaje profundamente trágico. De la Rúa, en la cima de su popularidad, no tuvo mejor ocurrencia que proclamar en un spot televisivo que “era aburrido”, dicho con insuperable aburrimiento. Kirchner construyó su imagen enojándose con todo el mundo, y Cristina Fernández ha reconstituido la suya como una víctima de un destino penoso, capaz de sobrellevar su pena vestida de luto y cumpliendo su deber con tenacidad admirable, pero también con lágrimas en los ojos. Todas esas imágenes han calado hondo en millones de argentinos. Menem fue en parte una excepción, pero también a él la tragedia lo embargó.
Hace unos años realicé un estudio de opinión pública sobre la imagen del Brasil y los brasileños entre los argentinos. Una de las conclusiones fue que los argentinos tendemos a admirar en los brasileños su alegría de vivir, su música, sus carnavales expansivos, su espíritu festivo. Muchos argentinos quisiéramos disponer de más o mejores fórmulas para vivir la vida con más alegría, pero esas fórmulas no están disponibles en el stock de símbolos colectivos que la sociedad construye.
¿Por qué nuestras campañas electorales no se parecen más a esas campañas centroamericanas donde todo lo que se propone se comunica en claves alegres, con optimismo vital, buscando despertar el lado más expansivo de los votantes? Si los análisis de algunos comentaristas son correctos, el kirchnerismo ha sido exitoso en su propuesta, que busca comunicar más alegremente. Empezó a poner por encima de su mensaje belicoso y de su misión que encarna una lucha permanente entre el bien o el mal, una propuesta que convoca despertando entusiasmo y optimismo. A través de ese enfoque, que se propaga por distintos medios y frecuencias, se va generando una ola de entusiasmo y de confianza en la política –visible sobre todo en sectores juveniles.
Es cierto que esos mensajes pueden crispar los nervios de quienes tienen convicciones opuestas al kirchnerismo. Pero ese no es un precio que preocupe mayormente al Gobierno, porque no es de ahí de donde espera cosechar votos y respaldo en la sociedad.
Tal vez ha llegado el tiempo de revisar esta larga tradición argentina que se alimenta de una visión de la vida como algo irremediablemente triste y de rescatar –para construir imágenes colectivas– ese anhelo de más alegría que late en el corazón de muchísimos argentinos. Al menos, en el plano de la política, empieza a sospecharse que buscar una conexión entre las propuestas políticas y ese tipo de anhelos algo postergados en la cultura pública puede resultar una operación rentable.
*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.