¿Existirá algo más aburrido que asistir a la vida cotidiana (es decir, a la habitación, pero también a los viajes entre ruedas de prensa) de una estrella de Hollywood que no existe? Hace algunos años, el escritor Pedro Mairal publicó un cuento llamado El hipnotizador personal, cuya protagonista era una joven rica, bella y frívola, que se debatía entre dedicarse al cine o la literatura. Mientras tanto, coqueteaba con el narrador del relato y perdía el tiempo con sus amigos buscando siempre la mejor fiesta. En una de esas reuniones le preguntaban a la chica, que en el cuento se llama Verónica, qué pediría si pudiera tener cualquier cosa en el mundo. Y ella responde que un hipnotizador personal: “Un tipo que me hipnotice en los ratos aburridos, que me anule el tiempo muerto”. Invirtiendo el signo del deseo de Verónica, Sofía Coppola se propuso, en su última película (Somewhere), filmar lo que el hipnotizador del cuento de Mairal tiraría sin hesitar a la papelera de reciclaje: los paréntesis en la vida de un supuesto actor americano en su estancia en Los Angeles. Lo que no se termina de entender es a quién puede interesarle eso: en la era de la intimidad expuesta, de los reality shows de las estrellas, de los actores y cantantes que se exhiben en sus páginas de Facebook y narran sus experiencias en tiempo real en Twitter, la historia de Coppola suena por lo menos redundante, cuando no arcaica. Sobre todo porque sabemos hoy, mejor que nunca, que en la intimidad somos todos iguales: dormimos, comemos, trabajamos, reímos, lloramos, copulamos, nos aburrimos, volvemos a dormir.
Después de un comienzo promisorio con Las vírgenes suicidas (1998), un paso atrás con la sobrevalorada Perdidos en Tokio (2003) y un definitivo traspié con su versión juvenilista de María Antonieta (2006) sólo era cuestión de tiempo para que la hija de Francis Ford Coppola se decidiera a retratar un mundo que conoce por experiencia propia: el de Hollywood. Pero mientras uno podría esperar una película reveladora, o descarnada, o impiadosa, o al menos cínica (y sobre todo: ¿por qué no aprovechar el acceso irrestricto que puede deparar su apellido para filmar un documental sobre ese mismo mundo?), Coppola decide hacer lo peor de todo: un film autocompasivo que cumple al pie con la regla de las “tres eles”: lenta, larga y leve. La cámara sigue minuto a minuto a Johnny Marco (un actor en ascenso) mientras maneja su Ferrari, contrata strippers y pide comida a la habitación, nada en la pileta del hotel, seduce mujeres sin demasiado interés (y todo el tiempo se aburre). La película se vuelve interesante, apenas, cuando aparece en escena su hija (impecable Elle Fanning) y Marco se ve obligado a adoptar el rol de padre, aunque sea ella en verdad la que lo cuide, le cocine, lo acompañe. Un torrente de sensibilidad acompaña esas escenas, que se agradecen, pero Coppola, resaltador fluorescente en mano, se encarga de destrozar su propio hallazgo cada vez que puede: cuando musicaliza, dejando que cada tema (con su debida pátina de coolness: The Strokes, Phoenix, Foo Fighters) corra hasta el último acorde, como si se tratara de un videoclip; lo mismo hace con cada plano fijo, que dura siempre diez o quince segundos más de lo soportable.
Si Somewhere hubiera sido filmada por un director argentino, la crítica ya la habría destrozado sin piedad. Con Sofía Coppola todavía no se atreven. De todas maneras, va siendo hora de que alguien susurre al oído de la directora que en el mundo pasan cosas interesantes, y que sus fronteras van un poco más allá de la línea del estado de California.