Para algunos, la justicia social recuperada en la “década ganada” se volvió a perder con el tarifazo y los ajustes. Para otros, al contrario, hoy la ayuda social es mayor, y la corrección de tarifas era inevitable. Lo cierto es que el compromiso social de los sucesivos gobiernos se podría comparar mejor con un simple dato de la realidad: el acceso a la vivienda.
La vivienda da seguridad personal y económica, e identidad social. Favorece el sentido de pertenencia comunitaria, la sana integración de generaciones, la contención de sus miembros y la transmisión de valores y cultura. Construir hogares es, por lejos, el instrumento de política social con la mejor relación costo-beneficio.
La precariedad habitacional genera hacinamiento y promiscuidad. Potencia flagelos sociales hoy críticos: alcoholismo, violencia doméstica, abusos y deserción escolar. Expulsa a jóvenes y adultos mayores a la calle y obliga al Estado a juntar los pedazos diezmados del jarrón y a pegarlos de manera grosera, a un costo muy superior: urbanización de villas; rehabilitación de adictos, delincuentes juveniles y personas en situación de calle; combate al trabajo y a la prostitución infantil; etc.
En síntesis, sin vivienda no hay justicia social. Ahora, el salario promedio argentino es en pesos y la vivienda cotiza en dólares. Para más de la mitad de la población, la casa propia es inalcanzable. Lo muestra el paisaje de esta última década, con la expansión de villas y la precarización de pueblos del interior.
Se han reimpulsado, acertadamente, los créditos hipotecarios. Ahora, la mayor demanda hará que los precios se disparen; y las deudas de largo plazo, por más sofisticado que sea el instrumento, son un problema en la Argentina.
Aumentar la oferta es clave para bajar el precio. El Gobierno reactivó los planes de vivienda, pero no alcanza. Si bien la solución definitiva al déficit habitacional la dará el sector privado, en el núcleo del problema argentino hallamos siempre al mismo actor: el Estado.
Todo empieza con la falta de acceso a la tierra, en un país donde sobra. El impuesto a la propiedad calibrado es el único método que reduce su precio y la hace accesible, porque desincentiva a acapararla y a especular improductivamente. Hoy no sirve porque muchos no lo pagan y se abusan del resto. Se necesita un Estado fuerte –no “grande”–, autónomo e imparcial, una Justicia efectiva y la alineación de comunas, provincias y nación para desarrollar una política sofisticada y profesional del aparato fiscal, de ordenamiento urbano y catastral. Algo inalcanzable todavía para nuestro bastardeado federalismo, organismos pauperizados por el clientelismo y la falta de idoneidad, y normas jurídicas y de escrituración vetustas.
Además, la oferta de vivienda aumenta al crear parcelas urbanas, o sea construyendo más autopistas, rutas, calles y servicios. La actual gestión está revitalizando al Estado constructor. Pero también deberá reinventar el Estado inteligente que promueva a los desarrolladores, y a la vez combata la especulación inmobiliaria, los oligopolios de insumos constructivos y la extorsión sindical.
En definitiva, un mejor Estado es también fuente de seguridad jurídica, y será clave a la hora de atraer la magnitud de inversión inmobiliaria necesaria, en un mercado globalizado. Por los desbarajustes económicos heredados, el presidente Macri debió postergar la transformación estatal. Sin embargo, por lo institucional pasa la verdadera reforma refundacional contra la pobreza estructural.
*Profesor en Políticas Públicas de la Escuela de Gobierno, Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Austral.