George Steiner tuvo la inquietud de conceder una entrevista póstuma a su amigo, el filósofo y escritor Nuccio Ordine, que se publicó originalmente en el Corriere della Sera y luego en El País. Steiner confió en él para este acto de despedida no solo desde la discreción sino, también, el cuidado, ya que el texto fue modificado un par de veces desde su producción original hace varios años.
En una de las respuestas acerca de las expectativas, en el caso de despertarlas, sobre aquello que puede haber después de la muerte, Steiner, sin dudar, manifiesta que está convencido de que más allá de la vida no hay nada, pero espera que “el momento del paso pueda ser muy interesante”.
Con una vida entregada a la búsqueda del sentido de la cultura, con esta afirmación, Steiner pone sutilmente el foco en el valor del proceso de producción, en el camino hacia la obra, y hasta frente a la propia muerte es capaz de volcar su pulsión creadora. No obstante, una de las confesiones en esta entrevista tiene que ver con eso: no haber contado con el valor suficiente para abordar la tarea creativa en la literatura; “asumir el riesgo trascendente de experimentar algo nuevo”, dice. Se asume, sin pudor, como un gran crítico y un buen profesor, pero es algo distinto, dice, “a la gran aventura de la creación de la poesía, de nuevas formas”. Y no se detiene aquí: “Es mejor fracasar en el intento de crear que tener cierto éxito en el papel de ‘parásito’, como me gusta definir al crítico que vive de espaldas a la literatura”.
Esta entrevista no es el punto final de su voz. El relato sigue y se conocerán páginas sucesivas en 2050 cuando se abran las cartas que, a modo de diario, le ha ido enviando a una amiga, cuyo nombre se reserva, a lo largo de 36 años y en las que, asegura, ha contado la que considera la parte más representativa de su vida.
Tal vez en alguno de esos envíos vuelva con más detalle a un recuerdo de la infancia en París, donde nació, ya que sus padres abandonaron Viena cuando comprendieron el advenimiento del nazismo. En Un largo sábado (Siruela, Madrid, 2016), le cuenta a la ensayista Laure Adler que, regresando del colegio, corría con la niñera a casa porque un grupo de manifestantes, al grito de “Muerte a los judíos”, se les echaba encima. Al llegar a casa, su madre pidió cerrar todas las ventanas y bajar las persianas, ante lo cual el padre ordenó: “Suban las persianas”. Tomó de la mano al pequeño George y lo sacó al balcón para que viera la manifestación y oyera sus consignas: “Más vale Hitler que el Frente Popular”. Dice Steiner a Adler que aún resuena la voz tranquila de su padre señalando a la turba: “Eso se llama historia y nunca debes tener miedo”. Desde entonces, explicó, había comprendido que eso se llamaba historia y que se avergonzaba cada vez que el miedo lo invadía, haciendo el máximo esfuerzo para superarlo.
Antes de la caída del Muro, recuerda en A Reader (Oxford University Press, Oxford, 1987), se representaba con éxito en Berlín una adaptación teatral de El diario de Ana Frank, pero que el terror no conectaba con lo cotidiano sino con un mercadillo de recuerdos de la guerra. En esos días visitó un colegio y preguntó, en un coloquio, a los alumnos por Hitler. La respuesta: fue quien construyó las autopistas en Alemania y redujo, además, con esas obras el desempleo. Este fin de semana, Jürgen Habermas en una entrevista de Le Monde afirmaba, ante el auge de la extrema derecha, que esta ha sido siempre rechazada después de la guerra pero que, reconoce, se resigna a que “los partidos políticos y las autoridades se han permitido ser ciegos en el ojo derecho durante mucho tiempo bajo el disfraz del anticomunismo dominante”.
Hoy, si aún viviera, Steiner se asomaría cada tarde a la ventana de la que fue hasta la muerte su casa en Cambridge y volvería a hacer el esfuerzo de contener el miedo. No ante los aplausos solidarios sino por el ruido de fondo.
*Escritor y periodista.