El debate sobre el proyecto de Ley de Comunicación Audiovisual prestó un servicio inesperado a la sociedad. Las recíprocas acusaciones, antes que ayudar a la comprensión del marco legal, vinieron a develar la compulsa de poderes que fue configurando un sistema de medios a la medida de unos y en detrimento de otros. Especialmente, de la sociedad que padeció decisiones discrecionales, servicios ineficientes, información de mala calidad, limitaciones en el acceso a señales y todas las demás cosas que se hoy se incriminan recíprocamente.
La discusión sobre la libertad de comunicación, que involucra por igual a ciudadanía, políticos y medios, se limitó a un cruce de artillería gruesa de consignas políticas o eslóganes publicitarios, pensados más para calzar en un titular que para aportar claridad a la población. Estos días nos cansamos de escuchar legisladores aclarando que trabajan por el interés público, y medios repitiendo en avisos publicitarios que se dedican a publicar la verdad. ¿Acaso podrían hacer otra cosa?
Tres décadas tardó en armarse este sistema de medios y bastaron unos pocos meses para que la ciudadanía se enterara de todos los defectos que lo hacen incompatible con su derecho a la comunicación: medios públicos al servicio del gobierno de ocasión, concentraciones empresariales incompatibles con leyes vigentes, límites de acceso de una parte de la población a las señales que ya no se reciben por aire, brecha tecnológica agravada por factores sociales y educacionales. Todos estos años, políticos y medios no pudieron siquiera con medidas tan simples y necesarias como el horario de protección al menor o los límites de publicidad por hora.
Si medios y políticos no pudieron, no quisieron, no consiguieron construir un régimen que respetara en todo los derechos de la sociedad, es porque se olvidaron que ésta es el actor central en el sistema. Y no sólo como consumidora de servicios e innovaciones, o como administradora de frecuencias. Sino como la única parte que puede actuar con libertad en estos asuntos. Ahora ya conocemos un poco más de los intereses que atan a políticos y medios en la cadena de favores que configuró el actual sistema de radiodifusión. Pero también sabemos que sus acuerdos duran la brevedad del poder, y que cuando éste se acaba, medios y políticos sólo subsisten si les quedó algo de la confianza social. Que hoy tienen herida de gravedad.
Los mismos medios y políticos que disputan sus mezquindades más públicamente que otras veces parecen no darse cuenta de que están un poco más desnudos que antes. Y que poco podrán hacer sin el respaldo de la sociedad, sin que ésta tenga pleno conocimiento de sus cabales derechos en cuestiones de medios, sin que la ciudadanía pueda actuar legalmente para reclamar su derecho a la comunicación, sin canales funcionales para que pueda hacer escuchar su parecer. Se sancione o se derogue el actual proyecto; se reglamente o no; se acate o se impugne en los tribunales, nada cambiará sin una sociedad que reclame en cuestiones de medios con el mismo derecho y vigor que lo hizo con las facturas del gas.
Los medios no recuperarán la confianza alabándose a sí mismos, sino con periodistas que hablen desde su conciencia y ofreciendo espacios genuinos para que sus audiencias se expresen, con defensores o consejos de lectores que puedan discutir lo que los medios producen. Como tampoco los legisladores recuperarán el respeto social por su tarea observando a sus caudillos en lugar de mirar a sus representados. Los medios y políticos que hoy se dedican a explicarnos lo que necesitamos deberían convencerse que sólo la presión social podrá proteger al sistema de comunicación de las conveniencias de los pocos. El mejor marco legal necesita apoyarse en una ética de la comunicación que priorice a la ciudadanía, y que le permita elegir en libertad medios y políticos que no le hagan esperar 26 años para contarle los atropellos que recibe a diario a su derecho a la comunicación.
*Docente e investigadora en comunicación.