Fui a ver American Hustle. Ya me la olvidé, pero a la salida encontré –en una casa de antigüedades, arrumbado entre una lámpara y un artefacto industrial lleno de perillas, del tamaño de un lavarropas, con una etiqueta que (lo juro) decía “Time Machine”– el número especial de una revista de 1971 dedicado exclusivamente al tema que nos tocaba hoy: Laing y la antipsiquiatría.
En uno de sus artículos, refutando a Thomas Szasz, los autores definen con escepticismo y precisión la visión anti-psiquiátrica. Es un “modelo conspirativo de la locura” para el cual “la esquizofrenia es una etiqueta que alguna gente le impone a otra, bajo determinadas circunstancias sociales. No es una enfermedad, como la neumonía, sino una forma de alienación que entra en conflicto con otra imperante y aceptada en una sociedad. Es un hecho social y un evento político”.
Si vengo haciendo más o menos bien las cosas, este modelo nos debería sonar disparatado y sensato al mismo tiempo. Por un lado, sabemos que los locos sufren por muchos otros motivos además del rechazo social, y hay evidencia suficiente para considerar que la esquizofrenia es una enfermedad. Por otra parte, nuestra experiencia confirma que lo demás es cierto, que Richard Dadd; Artaud; Carrió, que “es loca”, podrían haber hecho una vida más normal en épocas o culturas diferentes. La definición esconde también otras sorpresas. Quienes nunca hayan oído hablar de Szasz se imaginarán a una especie de Ariel Dorfman de la psiquiatría. Nada más lejos de la realidad: sus ideas eran libertarias al extremo, algunas a la derecha de Ron Swanson. (Quienes nunca hayan oído hablar de Swanson no saben lo que se pierden).
En realidad, el movimiento anti-psiquiátrico, que floreció en los 60 y duró muy poco, nunca fue consistente ni se postuló como tal cosa. Basaglia, en Italia, hablaba de democratizar los manicomios; Szasz quería despojar al Estado de su incidencia en la salud privada, Laing rechazaba la etiqueta de “antipsiquiatría”, tanto que terminó dedicándose a otra cosa con tal de no escucharla más. El único que la adoptó con gusto fue David Cooper, el Zizek del grupo, un charlatán orwelliano que sería el malo de la película si tuviéramos que hacer una.
Confieso que yo también los imaginaba a todos parte de la misma cosa. En mi biblioteca materna había un libro de Cooper –La muerte de la familia–, que juzgué temprana y acertadamente una pelotudez insigne. También un libro de poemas psicoanalíticos de R.D. Laing –Nudos–, que siempre me llamó la atención por su tipografía y formato, pero también sugería lo peor. Me equivoqué con Laing. Leyendo ahora sus primeros libros, me sorprendió encontrarme con una instancia pionera, novedosa y bien articulada, de encontrarle un sentido posible a la locura particular de un paciente. Esto, por supuesto, ya lo había hecho Freud con la neurosis, pero Laing se animó a seguir de largo, aplicando técnicas psicoanalíticas al tratamiento de psicóticos y haciendo bastante daño, seguramente, en ese proceso, pero también descubriendo errores en el sentido común de la época que hoy sería injusto no reconocerle.
La historia habría sido muy distinta si a Artaud, en vez de Lacan, lo hubiera agarrado Laing. De hecho, los primeros libros de Laing pueden leerse como una exposición más sensata del mismo problema que Artaud expresaba con tanta dificultad en su ensayo sobre Van Gogh, y que podría resumirse así: “La sociedad y sus instituciones me hacen daño porque no saben qué hacer conmigo”. Muy lejos de resolver este problema, Laing logró sin embargo enunciarlo con claridad y dar unos primeros pasos torpes pero –creo– en la dirección correcta en la práctica clínica.
Después, lamentablemente, se fue al carajo, por algunos motivos misteriosos y otros conocidos: su alcoholismo, el uso que el zeitgeist les dio a sus ideas y la fatalidad de haber creado, sin querer, un monstruo, Mary Barnes, de quien hablaremos la semana que viene.
*Escritor y cineasta.