Hay algo que me perturba en la risa del tirano Kim Jong Un. Risa plena, risa dichosa, expansiva y reluciente, sin atisbos de perfidia. Las últimas fotos de este hombre tan temible lo muestran precisamente así, riendo como quien dice a sus anchas. Sus comandantes (¿o habrá que decir sus secuaces?) se ríen junto con él, comparten su mismo jolgorio, a pesar de que a cualquiera de ellos de un momento para otro puede hacerlo ejecutar (a pesar de eso, o tal vez por eso precisamente: sobreactúan camaradería, exageran su lealtad).
Esa figura tan riente nos descoloca, porque en la distribución iconográfica establecida durante la Guerra Fría, a los del otro lado, a los netos adversarios, les tocaba la seriedad absoluta. Una sonrisa plácida en Mao, una sonrisa malévola en Stalin (que Putin retoma, por cierto, y no creo que involuntariamente): no más que eso. Para el resto (pensemos en Brézhnev, por ejemplo) primaba un tipo de seriedad tan acabada que incluso sugería una completa incapacidad para la risa. De hecho se componía un poco así el imaginario de allende la cortina: tras el hierro, estaba el mundo en el que nadie reía.
En esto, como en tantas cosas, la cultura pop proporcionaba, en esos mismos años, una versión bien distinta y más interesante. Tomemos, por caso, al Batman psicodélico de aquellos años sesenta, el de Adam West, el Batman violeta y lila con su Robin anaranjado y verde. Las cosas ahí eran diferentes: eran los malos los que reían. Y era Batman, el paladín de la Justicia, el que ofrecía un rostro tan rígido, tan de acero o de cartón, que se lo supondría muscularmente impedido de hacer eso que llamamos reír. Los malvados, en cambio, reían todos. ¡Y cómo! ¡Y cuánto! Reía el Pingüino, reía el Acertijo, reía el Guasón (el Guasón iba más lejos: hacía de la risa su modus operandi, su ética y su método). También aquí se enfrentaban el Bien contra el Mal. Pero aquí la risa le pertenecía al Mal.
Los malos perdían, fatalmente: para eso estaban. Pero Batman no reía ni siquiera al derrotarlos. Es decir que no era él, sino los otros, los que siempre reían últimos, y por ende reían mejor. ¿Y qué quería decir últimos, por otra parte? Si todo terminaba, una y otra vez, tan sólo para recomenzar, también una y otra vez, como si nada hubiera pasado, con otros malos o con los mismos, en el siguiente capítulo. Se jaqueaba así la consigna de que “el bien al final siempre triunfa”. Porque, ¿cuál sería exactamente el final? ¿El de cada entrega? ¿El de la serie entera? La cultura pop nos proporcionaba, de esta forma, un indicio más confiable que el del dudoso hegelianismo de Francis Fukuyama: uno que sugiere que no sabemos cuándo y cómo termina la historia, que no sabemos aun si termina, que no sabemos qué es reír último, ni tampoco qué significa reír mejor o peor.