COLUMNISTAS
LOS 100 AOS DEL CICLON

Larga vida y lucidez

Si usted es hincha de San Lorenzo, debe tener en la cabeza mucho más lo que puedan hacer el Pelado Díaz y sus muchachos en la Copa que la celebración del Centenario. Es decir, un suceso en la Libertadores convertiría a Lorenzo Mazza en arzobispo y hasta le daría ganas de explicarle a su nieto qué significa la fórmula “Farro, Pontoni, Martino” para nuestro cancionero; por el contrario, un fallido en el tan deseado trofeo dejaría anémica tan especial celebración. Pese a ello, voy a tomarme el atrevimiento de honrar afectuosa y modestamente la historia de un equipo entrañable.

|

Si usted es hincha de San Lorenzo, debe tener en la cabeza mucho más lo que puedan hacer el Pelado Díaz y sus muchachos en la Copa que la celebración del Centenario. Es decir, un suceso en la Libertadores convertiría a Lorenzo Mazza en arzobispo y hasta le daría ganas de explicarle a su nieto qué significa la fórmula “Farro, Pontoni, Martino” para nuestro cancionero; por el contrario, un fallido en el tan deseado trofeo dejaría anémica tan especial celebración. Pese a ello, voy a tomarme el atrevimiento de honrar afectuosa y modestamente la historia de un equipo entrañable.
Alguna vez, el Turco García –quemero como el que más– dijo algo así como que ser hincha de Boca, de River o de Indepediente era fácil. “Jodido es ser de Huracán, Racing o San Lorenzo”. En esta alusión, y si se me permite una digresión en la estúpida discusión sobre quiénes son los “grandes” en nuestro fútbol y quiénes no –muchos se encargaron de convertir este debate en un territorio de zonas grises y confusas–, se remite a que, siendo la voz de aliento de equipos importantes, estos hinchas han tenido que pasar por casi todo.
Una singularidad del Ciclón tiene que ver con la capacidad de su gente para asimilar los mamporros. Desde la pérdida de la cancha en 1979 y los más de diez años sin estadio propio hasta el descenso de 1981, su pueblo fue un ejemplo de convocatoria e ingenio como respuesta a un club que no dejó frente de burla por abrir.
Detrás de cada revisión de este tipo –pequeño pero sentido homenaje; ya le dije– hay mucho de subjetividad y un poco de vivencia personal. El campeón invicto de 1968 me agarró muy chico, pero una de las tapas de El Gráfico “de mi vida” es la de Victorio Cocco como cuerpo sobresaliente en la montonera del festejo por el 2-1 a Estudiantes del Metro. Y estuve en el Viejo Gasómetro cuando festejó el Metro de 1972. Esa noche empató 1-1 con Boca (gol de Sanfilippo) y la fiesta casi termina en tragedia cuando un pequeño globo aerostático lanzado desde la cancha se prendió fuego sobre la popular visitante; entre los quemados estaba el papá de Patota Potente. Ese estadio era una auténtica maravilla; probablemente el más hermoso de tablones que jamás haya visto. Debajo de la platea oficial estaba el Gimnasio General San Martín, donde se jugaba la mayoría de los partidos de básquet que Canal 7 transmitía en los años previos a la venta (¿entrega?) del predio. El detalle del estadio cubierto era el hermoso mural dedicado a la batalla de San Lorenzo que cubría una de las paredes laterales. Como dije, este recuerdo está impregnado de subjetividades y autorreferencias.
No vi a los Carasucias, pero me asombré con el final de la vigencia goleadora de Sanfilippo y con los 60 goles del Gringo Scotta en 1975; lagrimeé con el relato de Osvaldo Soriano cuando contaba la historia del descenso telefónico desde el exilio, y me conmoví con el orgullo sanlorencista que llenó cada estadio en el ascenso, un equipo que se armó en la B y que sólo fue superado cuando volvió a Primera por un Independiente maravilloso. En esa línea, aunque con bastante menos fútbol, los 80 concluyeron con el equipo de Walter Perazzo, al que Víctor Hugo bautizó como los auténticos Forzosos de Almagro.
Casi no tiene sentido que siga escribiendo ni sobre el campeón de 1995, que usted vio, ni sobre el maravilloso equipo del ’46, al que pude espiar en un par de cintas con imágenes y goles de la increíble gira por Europa. Pero a partir de esa curiosidad, hasta haber visto un par de los 4 goles que el Vasco Lángara le metió a River en su debut, me arrogo el derecho de sentirme apto para acompañar al Ciclón en su festejo. Apto por todo lo mencionado y porque soy un fervoroso defensor del concepto de club de barrio que, de alguna manera, aún hoy lo involucra.
Aquí es donde el presente me hace un poco de ruido. Vivimos en un país acostumbrado a que el Estado subsidie al ámbito privado hasta en las deudas imprudentes; un país que no nos da ni una sola muestra de haber sido cuidadoso, prolijo y decente en las privatizaciones. Y en ello se incluye no sólo a las joyas de la abuela sino a clubes de fútbol o federaciones deportivas, si se me permite la licencia de considerar público al patrimonio de un club –de los socios– o de una entidad que nuclea a un grupo de clubes. Cerca del final de la “gesta” menemista, un sector del periodismo futbolero pretendió convencernos de las bondades de las privatizaciones y los gerenciamientos en el deporte, postura absolutamente coherente con el color político de la época al cual representaron. Asi surgió Blanquiceleste; así, L’Egalite se adueñó de los negocios más importantes de la Asociación Argentina de Tenis –curiosamente, ambas empresas manejadas entonces por Fernando Marín–, así el Excel convirtió a Quilmes en otro de sus emprendimientos de empresa pobre con empresario rico.
Hoy, sin correr el riesgo del escarnio público, casi todos los clubes de primera división –en realidad, no se me ocurre ninguno al cual sacar de la bolsa– tienen una importante porción de su patrimonio futbolístico comprometido en manos de los mal denominados grupos inversores que no son más que señores que se unen para ganar plata fácil y rápida con la materia prima de sociedades civiles, muchas veces poniendo su nombre a operaciones que benefician a dirigentes de esas mismas entidades.
Y San Lorenzo no es sino una muestra más –y bastante destacada– de este esquema siniestro. Larga vida, gloria y muchas Libertadores para el Ciclón centenario. También, un poco de lucidez e hidalguía para quienes se animen a cuidarlo de las termitas.