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Estados unidos

Las armas las carga el racismo

Un poderoso lobby ha logrado consolidar como el mayor tabú político de la sociedad norteamericana cualquier intento de restricción sobre el derecho de portar armas.

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Dos tiroteos masivos, en Colorado Springs el 27 de noviembre y en San Bernardino, California, una semana después, el 4 de diciembre, que causaron en total 17 muertos y decenas de heridos,  revelaron, una vez más, el vínculo entre las armas y el racismo en Estados Unidos.
El ataque de San Bernardino finalmente se clasificó como un acto terrorista protagonizado por una pareja, un ciudadano estadounidense de 28 años y su esposa pakistaní de 27, cuyo proceso de radicalización islamista había comenzado hacía dos años, tras un viaje que el joven Syed Farook realizó a Arabia Saudita; y, según la investigación del FBI, el ataque estaba demasiado bien preparado como para ser considerado un mero accidente mortal en el lugar de trabajo, como son varios actos de tiroteo masivo. No había pruebas de una asistencia directa de parte del llamado Estado Islámico, pero antes del ataque, Tashfeen Malik, la esposa de Syed, le había jurado lealtad en su página de Facebook. Evidentemente, Estado Islámico capitalizó el evento refiriéndose a los dos terroristas como simpatizantes, pero no quedan dudas de que la pareja se había convertido en lo que en el lenguaje técnico se conoce como “lobos solitarios” y actuó por su cuenta convencida de participar en la guerra santa en nombre del islam.

Curiosamente, el tiroteo masivo de la semana anterior al acto terrorista en San Bernardino también tenía motivos religiosos, ya que el blanco del asesino, Robert L. Dear, un individuo con serios problemas mentales, era una clínica de planificación familiar donde se realizan abortos. En un artículo con el provocativo título de “Terrorismo cristiano” publicado en The Huffington Post el 1º de diciembre, Christian Weigant observa que mientras la caracterización de los actos terroristas como de izquierda, de derecha o islámico es común, pareciera que la misma caracterización fuera problemática en el caso de aquellos que cometen actos de similar resonancia de violencia política en nombre de la defensa de los valores cristianos. En Terror en nombre de Dios. ¿Por qué matan los militantes religiosos?, Jessica Stern revelaba ya en 2003 el odio a menudo mortal de fundamentalistas cristianos que consideran que los médicos que hacen abortos son “asesinos de niños”. Según denunciaron defensores del derecho al aborto, la estigmatización de los centros de planificación familiar en las redes sociales había sido particularmente violenta en los últimos meses.

Más allá del rasgo común de asesinatos masivos de violencia cometida en nombre de la religión, entre ambas tragedias el aspecto más destacado que reavivó un debate público-político ya presente en Estados Unidos es el demasiado fácil acceso a las armas. Un lobby poderoso cuyo portavoz es la Asociación Nacional del Rifle (NRA, en sus siglas en inglés) ha logrado consolidar como el mayor tabú político cualquier intento de restricción sobre el derecho de portar armas que, según interpretan, está consagrado constitucionalmente por la Segunda Enmienda. “Las armas no matan, las personas matan”, es el lema que en su razonamiento simplista desafía cualquier racionalidad de reglamentar el acceso a las armas. Un manual de instrucción de Al Qaeda que los militares estadounidenses encontraron en Afganistán alentaba explícitamente a los yihadistas a inscribirse en cursos de adiestramiento en el uso de armas y adquirirlas en Estados Unidos. A más de una década del 11 de septiembre, Syed y Tashfeen parecen seguir el libreto de Al Qaeda e inspirarse de “modelos” de uso letal de armas a la Robert L. Dear y otros…

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El discurso inicial, se puede decir “oficial”, de los referentes del lobby de las armas se restringe a distinguir entre “buenos” y “malos”; sin embargo, en el contexto de la guerra contra el terrorismo después del 11 de septiembre este discurso, así como la llamada “cultura de armas”, se identificó cada vez más con la derecha republicana. Aun cuando los candidatos tienden a cuidarse en sus discursos públicos, las alusiones a los “buenos” remiten en general a los blancos, anglosajones y protestantes (WASP, en sus siglas en inglés), una categoría que, paradójicamente, se extiende a un sector conservador republicano de afroamericanos de clase media-alta y alta. Según la lógica de “las armas no matan…”, cualquier ser humano de estas características puede y tiene derecho a tener armas, a sentirse “orgulloso” de ellas, como sostienen los más fanáticos, sin que el resto de la sociedad tema. En cuanto a los “malos”, el racismo disfrazado en este caso apunta ya sin pudor a los musulmanes; y no solamente es Donald Trump quien compite en este concurso de islamofobia por su ticket al nombramiento de candidato republicano para las próximas elecciones presidenciales; un día después del atentado en San Bernardino, el pastor Jerry Falwell Jr., hijo de un famoso predicador de los 80, llamó a permitir a los alumnos portar armas para, según sus palabras, “darles [a los terroristas musulmanes] una lección si vienen aquí”.

En el razonamiento de Falwell Jr. se descarta el círculo vicioso del discurso de odio, y el maniqueísmo del “bueno” y del “malo” oculta el eco de su lógica de comportamiento en los predicadores de la yihad global. En realidad, el blanco del pastor, como de todos los republicanos, es el presidente
Obama; y la gran paradoja de la elección en 2008 y la reelección en 2011 del primer afroamericano en el cargo de presidente es la señal de una sociedad a la vez más diversificada y tolerante, liberal en el sentido estadounidense, y la reaparición del racismo de todo tipo en sus expresiones más violentas en los sectores más resentidos y frustrados de los excluidos y marginados de la población blanca que la derecha conservadora republicana explota sin la menor preocupación por sus consecuencias imprevisibles y nefastas.

 

*PhD en Estudios Internacionales de University of Miami. Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés.