Tuve una pesadilla escalofriante. Comencé soñando con el discurso de la Presidenta del 14 de agosto, en el que dijo “Para los que me quieran correr por izquierda, les notifico: ¿a mi izquierda saben qué hay? ¡La pared! Nada más”. Luego, en un instante, siempre dentro del sueño, imaginé una remake de The Wall, en la que Berni, calzado con unas relucientes Marschstiefel, se dedicaba a expulsar extranjeros, mientras Forster escribía notas periodísticas en las que citaba a Gregorio Selser y otros nombre de la izquierda latinoamericana aprendidos hace media hora en Wikipedia. Sobresaltado, desperté. Y entonces, ya en la realidad, me puse a leer los diarios y ver la tele. Rápidamente comprobé que si algo aúna el discurso del Gobierno y el de los medios dominantes es el indisimulado odio y temor hacia la izquierda. De los habituales comentarios lisa y llanamente macartistas de Verbitsky a la cobertura que los multimedios concentrados dieron de los conflictos sindicales en los que la izquierda tiene participación gremial, y por supuesto, en las declaraciones y acciones de Berni, apenas los separan matices. He ahí una gran enseñanza para los Altamira, Sobrero y otros, que no han dejado estos últimos tiempos de ser los niños mimados de la televisión mainstream. Yo lo vi a Altamira sentadito en el ala servicial (cualquier cercanía con la palabra “servicio” es pura coincidencia) de Roberto García; Roberto de aquí, Jorge de allá; vi a Sobrero en nauseabundos programas de televisión en los que sólo recibía elogios que aceptaba sin chistar, y ahora ¿esto recogen? ¿Semejante esfuerzo de sobreadaptación para nada? Mientras parecían inofensivos eran invitados a la tele a correr al Gobierno por izquierda; no bien ganaron dos comisiones internas e incendiaron algunas pilas de neumáticos, la cosa volvió a la normalidad. Recuerdo ahora el silencio de la izquierda en debates cruciales como la Ley de Medios (donde sí había espacio para criticar por izquierda: el principal defecto de esa ley es que es demasiado moderada) y en otras coyunturas igualmente claves, y vuelvo a comprobar que el rigor intelectual y la densidad cultural de la izquierda
no difieren demasiado de los del resto de la clase política (la diferencia reside en que los dirigentes de izquierda mueren pobres, que no es poco). Y hablando de recordar y de las botas de Berni, recuerdo ahora un libro sobre el que vuelvo de tanto en tanto: La inmigración en la literatura argentina (1880-1910), de Gladys S. Onega, publicado por la Universidad Nacional del Litoral en 1965, aunque yo lo tengo en una destartalada edición del Centro Editor de 1982. Del Sarmiento que soñaba con una inmigración seleccionada al racismo manifiesto en La bolsa y En la sangre, hasta llegar al nacionalismo reaccionario a lo Lugones, Onega traza un panorama exhaustivo de la xenofobia literaria argentina. Es un libro bien documentado, bien argumentado y, casi diría, bien modesto: no hay ninguna cita pretenciosa a ningún filósofo francés en nombre de la defensa del “otro”, sino una paciente exposición monográfica. Transcribo el último párrafo, de una actualidad urgente: “La xenofobia ha servido en nuestro país, desde que los inmigrantes y sus descendientes pasaron a ser mayoría política y gremial, para la defensa de los valores e intereses más conservadores y antipopulares”.