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Las cacerolas nuevas

¿Vuelven los cacerolazos? No es seguro todavía, bien puede resultar que no. Pero hace días, por lo que parece, unas decenas de personas se reunieron en la coqueta esquina de Callao y Santa Fe, en un caso, y en la algo menos coqueta de Olazábal y Crámer en el otro, a golpetear un poco lo primero que encontraron en las alacenas de sus cocinas.

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¿Vuelven los cacerolazos? No es seguro todavía, bien puede resultar que no. Pero hace días, por lo que parece, unas decenas de personas se reunieron en la coqueta esquina de Callao y Santa Fe, en un caso, y en la algo menos coqueta de Olazábal y Crámer en el otro, a golpetear un poco lo primero que encontraron en las alacenas de sus cocinas. ¿Qué decían, que querían? Decían “basta”; eso decían. Y querían, según interpreto, remedar aquellas noches de verano de finales de 2001, que en la memoria de unos cuantos se atesora visiblemente como parte de una gran gesta cívica.

El viejo chiste del japonés que tira la cadena en el baño de su casa justo en el momento en que cae la bomba atómica sobre la ciudad y supone erróneamente que el desastre producido es culpa suya, nos hace pensar de alguna manera en los caceroleros fervorosos de aquel mes de diciembre: creen que fueron ellos (ellos mismos, ¡y no Duhalde!) los que hicieron trastabillar y caer al gobierno tropezante de Fernando de la Rúa. Fue la rima, y no la realidad, lo que inspiró sin dudas aquella consigna inolvidable: “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”, que sonaba tanto por entonces. La lucha no era una sola, por supuesto, y si lo era, consistía en todo caso en una lucha de unos contra los otros, y no de todos contra ¿quién? La larga ficción del uno a uno, es decir de la equivalencia del peso con el dólar, que era lo único que De la Rúa no estaba dispuesto a ceder por nada del mundo, había producido, para unos, hambre y miseria, y para los otros, ahorro en dólares. Y así fue que salieron a la calle: unos, a hacer piquetes para protestar por su pobreza; los otros, a sacudir cucharas en marmitas y espumaderas porque habían puesto dólares y querían que les devolvieran dólares. La lucha es una sola, en efecto, porque es de clases; pero los piquetes y las cacerolas no estaban destinados a congeniar, y los que reclamaban por sus plazos fijos no tardaron en exigir que los que reclamaban por su hambre fuesen barridos nuevamente a su difuso Conurbano.

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Ahora salieron de nuevo los descontentos del primer sector: grupitos no demasiado numerosos, listos a sacudir por algún rato los paisajes más elegantes de la Ciudad de Buenos Aires. Los presidía, según se informó, una pancarta que rezaba: “El 70% dijo basta”. Se referían, evidentemente, al sector de la población que no sufragó a favor de los candidatos del gobierno en los últimos comicios nacionales (creen que fueron ellos, ellos mismos ¡y no Duhalde!, los que torcieron el destino de esa elección). Yo por mi parte tampoco voté a los candidatos del Gobierno, ya que incliné mi decisión a favor de los que proponía el partido Autodeterminación y Libertad, con un criterio que no compartió un número suficiente de ciudadanos. Y sin embargo, no me veo para nada en ese 70% allí invocado; donde habitan por ejemplo los partidarios de PRO, partido a cuyos candidatos también declinó votar un 70% del padrón aun en sus distritos más favorables, y a los que no vacilaría en decirles “basta” con sólo echar un vistazo al estado de nuestra ciudad. Este 70% no es tan distinto al fin de cuentas, aunque sea más concreto, que el guarismo que maneja la estrella Susana Giménez cuando declara a la prensa que el 99% de la gente piensa lo mismo que ella (me toca por lo que se ve replegarme, también aquí, al modesto 1%: yo no opino que no se pueda salir a la calle en Buenos Aires, tampoco opino que vivamos encerrados, ni que convenga restablecer el servicio militar obligatorio, ni que el que mata deba morir).

Uno de los atractivos más notorios que tiene el peronismo, en especial para aquellos que no adhieren a su causa, radica en su poderoso sentido del antagonismo. Colosal en el arte de definir enemigos, el peronismo descuella en las antinomias. La fuerza de su negatividad puede atraer eventualmente a muchos que no suscribirían sus postulados si son puestos por la positiva. Cotizan en la enemistad, son sus rivales los que lo pueden volver atractivo: en el ’45-’55, Braden, el diario La Prensa, la Sociedad Rural, la Iglesia, las damas de beneficencia. Y hoy en día, de igual manera: el FMI, el Grupo Clarín, la Sociedad Rural, la Iglesia, la Colecta Más por Menos.

¿Qué decir, entonces, del batido de cacharros de cocina en Crámer y Olazábal? ¿Qué decir de los que abollaron lecheritas en Callao y Santa Fe? ¿Con qué treinta y con qué setenta van a definirse los porcentuales de un “nosotros” y de un “ellos”? ¿Con un basta de qué? ¿Con un basta dicho por quién?