COLUMNISTAS

Las dos apuestas

En 1999 tuve una polémica con Fogwill. Me molestó mucho una entrevista que Daniel Link publicó en Radar libros, en la que el periodista festejaba alegremente la adhesión del escritor al Papa y le adjudicaba carácter divino a su inteligencia (a la de Fogwill, no a la del Papa ni a la suya propia).

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En 1999 tuve una polémica con Fogwill. Me molestó mucho una entrevista que Daniel Link publicó en Radar libros, en la que el periodista festejaba alegremente la adhesión del escritor al Papa y le adjudicaba carácter divino a su inteligencia (a la de Fogwill, no a la del Papa ni a la suya propia). Expresé mi protesta ante tamaña obsecuencia en El Amante y seguimos peleando en la web. Una de las frases que más me chocó en su momento figura en la contratapa de Los libros de la guerra, la compilación de ensayos y artículos de Fogwill que se presentará el miércoles 19 de marzo. (Esa fecha pasada está aquí en futuro gracias al doble presente periodístico: escribo el 17 pero el diario sale el 23). La tradición continúa: mientras Fogwill reivindica la pena de muerte, Link termina su columna del sábado 15 en PERFIL diciendo que Los libros de la guerra “debería ser de lectura obligatoria en todas las escuelas de la Patria” sin que el tono burlón del artículo sirva de disculpa.
Los libros de la guerra es adictivo aunque resulta algo abrumador. Sobre todo porque Fogwill deja siempre la impresión de que hay un fragmento de saber (científico, político, histórico, estético) que el lector ignora: aunque se declara “completamente ateo”, siempre remite a una forma del más allá. Cuando eso no ocurre y la prosa se serena, el resultado puede ser olímpico y brillante, lo que ocurre especialmente en los retratos de viejos amigos y aún más en los artículos dedicados a otros escritores (Laiseca, Viel Temperley, Girri, Borges).
Hay algo todavía más interesante en Los libros de la guerra, cuyos artículos arrancan a principios de los años ochenta y llegan hasta hoy. Más que a la evolución de un pensamiento, asistimos al mismo pensamiento enfrentado a distintas circunstancias. Esa constancia permite apreciar que Fogwill hizo dos apuestas como intelectual hace veinticinco años y hoy se puede verificar el resultado. Una es literaria o crítica, la otra política o sociológica y todo indica que ganó la primera pero perdió la segunda. La apuesta ganada es la de haber propiciado o impulsado el descubrimiento de varios nombres que hoy forman parte del canon de la literatura argentina (una enumeración en la página 155 incluye a Laiseca, Perlongher, Aira, Lamborghini, Copi y Viel). Fogwill leyó tempranamente a esos autores y contribuyó a su consagración actual en la academia y la elite de las letras. En cuanto a la apuesta perdida, es la denuncia contra una política cultural que arranca a fines del gobierno militar, se consolida durante el alfonsinismo y continúa hasta el presente. El tema ocupa un buen número de páginas y es una embestida virulenta contra un medio proclive a la obsecuencia y a la adulación. “Hoy vemos la cultura que quedó, esta cultura civil militarizada, ¿no viste que son todos adocenados, militarizados, obedientes, chupamedias, arrastrados ante el ICI o la Fundación Antorchas?”, decía en 1993.
El mundo cultural reconoce el canon de Fogwill, pero pocos aceptan su descripción de ese mismo mundo. Tal vez por eso, los textos que hoy se reconocen como anticipatorios resultan menos novedosos y hasta menos relevantes que los que han quedado a contramano. Tal vez lo que ocurre es que Fogwill ha perdido la primera apuesta y ganado la segunda. Es decir, que en la constitución histórica de un medio en el que predominan los obsecuentes, los acomodados y los sumisos, un medio sin crítica en el que se repite lo que se aprende en las facultades, sea fundamental que ciertos escritores sean considerados semidioses. La lista de Fogwill, ya vieja hoy, sería en ese contexto una clausura funcional al sistema, el reaseguro conservador de funcionarios, catedráticos y editores.
Por razones que no imagino, Fogwill me ha incluido entre los invitados a presentar Los libros de la guerra en el MALBA, un lugar que detesto. Allí, si no ocurre nada extraño, habré de leer anticipadamente esta columna.