El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner comete errores no forzados por los que paga precios altos, y parece no tomar nota de ello. Se diría que el Gobierno necesita reforzar continuamente su propia identidad definiendo adversarios en un terreno que no es el electoral y necesita dar batallas en las que poder medir su fortaleza, aunque eso le cueste votos –y aunque las batallas estén mal preparadas. Obrando de esa manera, la Presidenta eclipsa otros rasgos de su estilo personal que parecen más redituables.
En el momento de asumir la presidencia, la Presidenta gozaba de una imagen pública envidiable –por cierto, superior a la que acompañó a Néstor Kirchner hacia el final de su gestión. En los primeros meses que siguieron a su asunción nada ocurrió en el entorno nacional o internacional para producirle un pronunciado desgaste; éste se produjo por causa de los errores no forzados del Gobierno. Es cierto que ese rasgo también caracterizó a Néstor Kirchner en su presidencia. Sólo que sus niveles de aprobación pública eran tan altos que los impactos negativos se absorbían fácilmente. En cambio, a Cristina la afectaron mucho más.
El episodio “Papel Prensa-Fibertel” muestra una estructura similar, tanto en la lógica que lleva al Gobierno a cometer lo que termina apareciendo como un error como en el efecto que produce sobre su capital político. Hay dos planos en los que estas cosas pueden ser analizadas. Uno es el de la justificación de lo que hace; su propósito se plantea como una lucha casi épica para lograr una redistribución de poder. Muchos argentinos, de muy diversos sectores de la sociedad –inclusive muchos de quienes votaron a la Presidenta–, discuten lo acertado de las políticas del Gobierno en esa dirección; o bien, más simplemente, no creen en esa épica, ven todo esto como una común puja de poder revestida de palabras altisonantes. En ese plano, el Gobierno se muestra obstinado y no sintoniza con la sociedad. Define su propia misión en términos de gesta nacional, justificada en fines tan superiores que ni siquiera importa cuánto consenso social obtiene, y arremete casi ciegamente en pos de su propósito.
El otro plano es el estrictamente político. La Presidenta asumió con un capital de confianza que merecía ser cuidado y lo malgastó en conflictos que no condujeron a ninguna parte. Después lo recuperó en alguna medida. Y ahora hace exactamente lo mismo y, del mismo modo, malgasta el capital que estaba volviendo a acumular. Aun si se acepta la lógica del Gobierno en el primero de estos planos –algo así como aceptar que hay objetivos de Estado tan fundamentales que no necesitan ser sometidos a la aprobación de la sociedad–, continúa siendo inexplicable la búsqueda de esos objetivos a través de caminos tan ostensiblemente improductivos.
Pero la Presidenta exhibe a veces otra personalidad. Oscila entre ese enfoque absolutista y autodestructivo y otro enfoque más proclive a la construcción de un capital de confianza.
Antes del período de los errores no forzados que tiñó sus primeros meses en el gobierno, la Presidenta había transmitido la imagen de una candidata que buscaba el diálogo y valoraba el consenso. De hecho, eso le proporcionó votos, los suficientes para alcanzar en 2007 el 45 por ciento, que estaba lejos de los pronósticos un par de meses antes de la votación. En el actual período de recuperación de la confianza pública, en los últimos seis meses, la Presidenta exhibió de nuevo su faceta “consensualista”. El exponente máximo de ésta fue la conmemoración del Bicentenario, una oportunidad que una gran parte de la sociedad encontró propicia para la celebración sin enfrentamientos y la exteriorización de sentimientos patrios sin confrontaciones. En esa línea, cuando aflora su yo amigable e inclusivo, la Presidenta cosecha réditos. Pero entonces irrumpe su otro yo, el que parece rebelarse para no ceder terreno y proclama una declaración de guerra mal preparada, inoportuna y posiblemente innecesaria para sus propios objetivos.
En este caso, se oponen dos lógicas: la de las instituciones que aseguran el gobierno para todos y la de la cruzada en pos de objetivos “supremos”. Son dos enfoques para la acumulación y la conservación del poder. En el enfoque confrontativo, ni siquiera el discurso que la Presidenta elige le permite sintonizar con sus votantes: éstos no responden a motivos ideológicos cuando respaldan al Gobierno y los alegatos contra las “corporaciones” no les dicen nada. Ese enfoque define luchas en las que el Gobierno está solo.
¿Influirá todo esto en el resultado de las elecciones presidenciales de 2011? A menudo, los errores de los gobiernos se pagan en moneda electoral, en votos. Pero eso supone que hay una alternativa electoral bien instalada. En la Argentina de estos tiempos, desde 2007 hasta ahora, se está viendo que cuando el Gobierno pierde apoyos ningún opositor los recoge. Las elecciones presidenciales están todavía lejos y ningún pronóstico formulado hoy tiene fundamentos serios.
*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.