De todos aquellos años innobles ahora queda, enmarcada por la diagramación de tapa de un libro, la imagen de una madre y un niño que alzan las manos. Son los primeros en una fila que sólo corta el encuadre; unos pasos atrás hay unos cuantos soldados que no apuntan a sus rehenes o prisioneros, a la piara de cerdos judíos que envían al matadero. La foto es en blanco y negro y no podemos saber si el niño tiene las rodillas sucias o están manchadas de sangre. El soldado más próximo tiene un arma larga que apunta al piso. Está despreocupado de sus víctimas. Sabe que forma parte de la composición, que posa para la eternidad. “¿Dónde están los grandes pintores de nuestra raza?”, tal vez piense. O quizá: “Un profesor judío de la escuela de bellas artes impidió que nuestro Führer consumara su destino de paisajista. Es justo entonces que a esa negación inicial la reemplace en su dialéctica la pintura de nuestras matanzas industriales”. En rigor, es dudoso que el soldado piense eso, pero sabe que la hora del retrato al óleo ha caducado y que para ser hay que acertar en el momento justo. Su instinto de cazador lo lleva a mirar la cámara cuando el fotógrafo gatilla.
Queda también una sospecha convencional, casi de cómic: el nazismo es el laboratorio clandestino donde el científico loco experimenta las utopías negativas de las sociedades del futuro. En ese lugar, la palabra “víctima” se lee como “voluntario”.
Un recuerdo: cuando niño, una vez por año, con los compañeritos de mi club íbamos –nos llevaban– a un acto en conmemoración del levantamiento del Gueto de Varsovia. Se cantaba una canción más solemne que marcial en un dialecto que apenas sospechábamos, y después de algunas palabras alusivas, nos daban nuestro baño de realidad retrospectiva, que era en el fondo una inmersión entre los espectros de una irrealidad palpable. Se abría una puerta y aparecían dos o tres viejos, viejísimos sobrevivientes de aquella gesta, para contarnos con sus voces de ultratumba los relatos del horror vivido. En esa atrocidad que se desplegaba en el tiempo, el momento de máxima consumación era cuando cesaba toda palabra. Entonces los viejos se alzaban las mangas y nos mostraban los sellos en la piel, la tinta ya borrosa sobre sus pieles secas y, a punto de disgregarse, esos números que aún hoy me impiden tolerar la simple visión de un código de barras estampado sobre un alimento envasado o sobre un libro, y que los identificaban como no humanos prisioneros: judíos numerados en la lista del supermercado del exterminio.
La pregunta que no podía dejar de hacerme, impulsada por el deseo de un niño de que la causa de la vida fuera siempre una épica gloriosa, era: ¿por qué, si el genocidio se había planeado y ejecutado como general, la resistencia de un pueblo sólo se resumía en una acción localizada? ¿Por qué sólo algunos de entre todos los condenados a la masacre se habían levantado contra los nazis?
Ganarle a Dios, de Hanna Krall, aporta algunas respuestas. La clase de respuestas incómodas que escapan a la adecuación masoquista (o religioso-cultural) al estilo de: “Si Dios permanece en silencio ante la hecatombe que estamos viviendo, es porque hemos hecho algo lo suficientemente abominable como para merecernos el castigo que soportamos”. En el libro de Krall, Marek Edelman, líder del levantamiento y único sobreviviente del grupo rebelde, deja constancia de que eran 220 insurrectos con un revólver, cinco granadas y cinco botellas incendiarias, más tres carabinas por sector, contra 2.090 alemanes provistos de aviación, artillería, carros blindados, lanzaminas, 82 metralletas, 135 pistolas y 1.358 carabinas. Otro argumento, un pequeño dato: el hambre. La política programada de restarle a un hombre lo que necesita hasta que confunde su necesidad con un deseo también posee plena eficacia. La muerte por inanición era tan poco estética como la vida, anota Krall, y luego añade que en el gueto los médicos hacían investigaciones sobre el hambre, porque el mecanismo de la muerte por inanición estaba entonces poco estudiado en medicina y había que aprovechar la oportunidad extraordinaria. Extraordinaria a tal punto que, tras la destrucción del gueto, no pudieron continuar las investigaciones porque se había destruido el material científico: el material humano.
Después del fin. Lo que ocurre una vez no puede menos que repetirse bajo otra forma. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, Edelman se encontró con que la manera de referir lo acontecido –lo real vivido– era insuficiente para la expectativa ajena: diversos organismos le pidieron informes sobre los hechos y Edelman los dio, pero al parecer sus versiones carecían del suficiente technicolor para construir una épica. Le solicitaban banderas flameando donde no había, y Edelman no pudo, vez tras vez, hacer otra cosa que decir lo que había hecho, y no lo que se esperaba que dijera. Tras la guerra, todo héroe verdadero se convierte en un héroe inadecuado.
Página 22: “Pero –decía– no estábamos entrenados y no sabíamos llevar la lucha. Además –decía–, los alemanes también sabían pelear.
Y ellos se miraban entre sí en profundo silencio y finalmente uno de ellos dijo:
–Hay que comprenderlo. No es un hombre normal. Es una ruina humana.
–Porque no hablaba como había que hablar.
–¿Y cómo había que hablar?, preguntó.
–Había que hablar con odio, con pathos, gritando: no hay otra forma de expresar todo aquello que el grito.
Entonces, él, en primer lugar, no servía para hablar, porque no sabía gritar. Y tampoco servía como héroe: no había pathos en él.”
Entre esa primera declaración y el testimonio ante Krall, Edelman pasa treinta años en silencio. Digamos: no se convierte en una figura pública, en un cazador de nazis o en un relator itinerante de los padecimientos. Obliterada la posibilidad de sostener con su presencia el trabajo de la memoria colectiva, elige otra forma discreta de la santidad, y durante esos treinta años, hasta que Krall lo encuentra y lo hace hablar o murmurar, Edelman estudia medicina y se convierte en un cardiólogo, alguien que busca ganarle la pulseada a Dios tratando de rescatar entre tinieblas la llama de cada vida. (Los lectores jóvenes podrán hacerse una pálida idea de esa distancia y ese empeño contemplando la epifánica versión profana de ese intento diario en la serie Dr. House.)
“De todos modos no escribimos una historia. Escribimos sobre las formas del recuerdo”, dice Krall, que persigue las respuestas de su entrevistado en un modelo de narración que escapa al modelo primero innovador, y ahora convencional, de la crónica como ejercicio de una subjetividad afectada por los variables espectáculos del mundo. Krall no “percibe”, aunque opine, sino que atraviesa el tiempo del relato, viaja con Edelman, hasta que periodista y entrevistado se funden en una tercera entidad, en algún sentido impersonal, que da cuenta del trabajo de revisar una experiencia que nunca termina de ser contada.