Es la una de la mañana y siento un frío sudoroso. Hace frío, es cierto. Tengo la estufa prendida, es cierto. Pero, ¿es esa la combinación que causa este sudor helado? No creo. Se trata, más bien, del síndrome de abstinencia. Ya está, el Mundial se terminó. Bueno, sí, falta la final, falta EL partido. Pero eso es otra cosa. Eso es un hecho en sí, un Mundial en 90 minutos, o 120, a lo sumo. El Mundial, tal como lo conocíamos, con 32 países, con partidos buenos, regulares y malos, terminó y ya empiezo a sentir que mi cuerpo necesita algo vital, algo que alimentó esta adicción durante casi un mes.
Si pudiera pedirle algo a la FIFA, exigiría un Mundial cada dos años. Y si pudiera pedirle algo más, sería que los partidos tengan tiempo neto de juego, como en el básquet. Y eliminar así el tiempo adicionado, tiempo de descuento, tiempo recuperado o como indique el Inadi que debamos llamarle a los minutos que se juegan tras los 45 reglamentarios. Pero todo forma parte del delirio de la abstinencia. Y la abstinencia del adicto, si no se puede consumir lo que produce adicción, sólo se calma con sucedáneos.
Prendo la tele, entonces. En realidad, la tenía prendida, pero los datos sobre la posible formación argentina el domingo, el rumor sobre un supuesto pie de atleta de Lahm o sobre una presunta seborrea de Ozil, no logran calmarme. Entonces, a la una de la mañana, empieza la repetición de Alemania-Brasil. Y lo digo así, “Alemania-Brasil”, a pesar de que el local fue Brasil. Y ahí sí, me calmo.
Volver a ver Alemania-Brasil no sólo es un buen sucedáneo para la abstinencia mundialista. Es también volver a ver un partido histórico, de esos que los canales deportivos seguramente van a repetir una y otra vez. Y si no lo hacen, deberían. Porque es un partido que siempre tendrá televidentes. No habrá momento en que no nos detengamos, de manera morbosa, a recordar esa humillación histórica.
Pasan 29 minutos, pasan los cinco goles que sellan la capitulación total en media hora. Y pasa la imagen que lo resume todo: la de un chico de anteojos, con la cara pintada con los colores de Brasil, llorando desconsoladamente sin encontrar explicación. En las películas o fotos de guerra, cuando se quiere llegar a lo más profundo de la tragedia, se muestran imágenes de niños llorando. En medio de un bombardeo, por ejemplo.
El niño brasileño que sufrió el bombardeo alemán en el Mineirao sintetiza como nadie el drama brasileño. Y uno se apiada del niño, porque para eso se muestran los niños, por eso simbolizan el dolor. Pero enseguida recordamos la rivalidad. Enseguida nos enteramos de que en Brasil ya es furor el Forca Alemanha, en el mayor caso de Síndrome de Estocolmo en la historia de la humanidad. Y ahí sí, no nos importa el niño, no nos importan las lágrimas, no nos importa la humillación.
Ahí es cuando queremos que ese niño llore. Que llore desconsoladamente. Porque ese niño, mañana, será un hincha más. Porque ese niño seguramente ahora debe estar hinchando, él también, por Alemania, por su propio verdugo, por quien hace unos días le arrancó ese mar de lágrimas. Entonces el síndrome de abstinencia se vuelve gozo, se vuelve morbo, se vuelve sadismo.
Dale, hinchá por Alemania, chico de la guerra, niño llorón. No me apiado de tu dolor. Ni un poquito. Y no, dejá Brasil, no me digas qué se siente. Prefiero no saberlo.