Para qué trabajamos? Formulada a bocajarro la pregunta puede parecer absurda o retórica. La primera respuesta salta automática: “Para ganarnos la vida”. Lo que lleva a un nuevo interrogante: ¿qué clase de vida, una vida vivida para qué? El ser humano existió primero y el trabajo después. Y al contrario de otras especies (hormigas, abejas, topos, horneros) que trabajan, y mucho, pero lo hacen según un condicionamiento biológico que los lleva a realizar siempre una única labor (caminos, miel, diques, nidos), independientemente de cualquier sentido trascendente, el trabajo en los humanos tiene un propósito que escapa a determinismos.
Trabajar para ganarse la vida es producto del tipo de organización social y económica de las comunidades humanas. Pero más allá del sustento material, y necesario, el trabajo en el ser humano es una fuente de sentido existencial, de realización, de expresión de dones. Por eso la depresión que sigue al desempleo tiene que ver menos con la pérdida del ingreso económico (que cuenta y mucho) que con la sensación de humillación, de una herida en la dignidad, de ausencia de sentido, de exclusión de la trama social. En su reciente libro Panóptico, una colección de ensayos breves y sustanciosos, el filoso pensador alemán Hans Magnus Enzesberger señala que el humano es la única criatura que se especializa individualmente y por propia voluntad. Justamente lo hace porque el trabajo es un espacio de exploración que va más allá del “ganarse la vida”. De lo contrario todos haríamos lo mismo y ya. Pero en la esencia de la diversidad de tareas a que nos dedicamos está la búsqueda de caminos personales y únicos de realización y de sentido, caminos que a veces van a buen puerto y a veces son callejones sin salida, depende de cada historia.
Por estas razones algo huele mal cuando se naturaliza la idea de que quien trabaja, sobre todo en relación de dependencia, es un costo. En verdad es un ser humano, una persona, una vida, un destino. Quienes con ligereza y aire especializado discursean sobre reformas laborales y las diseñan y negocian deberían preguntarse: ¿qué sentiría yo si estuvieran hablando de mí? Eso se llama empatía, un atributo humano esencial que escasamente suelen exhibir economistas, gobernantes, empresarios, sindicalistas y otros especialistas que miran números en donde hay personas.
El sentido del trabajo en la vida humana ha sido desvirtuado por todo ese grupo, con funciones diversas y responsabilidad compartida. Si para el empresario el trabajador es un costo, para el sindicalista es una herramienta de presión, de extorsión, de enriquecimiento. Y para los gobiernos son votos. Una evidencia brutal y grotesca, en el caso de los sindicalistas, es la del Pata Medina, pero no era ni es el único ni el último. En el ajedrez del poder y de la acumulación económica desigual, quienes trabajan son simples peones. Según cómo se los juegue o se los sacrifique, se puede obtener a partir de ellos empresas pobres e ineficientes con empresarios ricos, sindicalistas obscenamente millonarios de los que nunca se conoce una declaración jurada o gobiernos populistas y clientelistas. El tablero sobre el que se juega se llama corrupción y viene en dos versiones: una tangible, la económica, y otra, la moral, que es más sutil y atañe a la conciencia.
Sería mucho pedir, por supuesto, y desde ya el pedido obtendría una sonrisa sobradora y una mirada perdonavidas por parte de los jugadores de la partida, que en algún momento lo que se reforme sea la mirada predominante sobre el trabajo, que se deje de llamar “recursos humanos” o “costo” a quienes laboran, porque si son recursos no son humanos (y si son humanos no son recursos, es decir instrumentos, herramientas), y porque si son costos no son personas. Como aconsejaba Ghandi, hay que cuidar los pensamientos porque se hacen palabra y cuidar las palabras porque se hacen actos. Como trabajamos para mucho más que para ganarnos la vida, estas cuestiones merecen no ser despreciadas.
*Escritor y periodista.