Se extraña el análisis del discurso, sobre todo en tiempos en que esa antigualla, el discurso político, parece haber vuelto con toda su fuerza. A miente, B es de derecha, Z es un ladrón, es todo lo que se escucha. Todas esas caracterizaciones ad hominem (o ad feminam) pueden ser verdaderas o falsas, pero nada dicen sobre las palabras y las cosas (es decir: el modo en que las palabras capturan las cosas y los hechos).
Supongamos que alguien dice que “pondremos a Aerolíneas al servicio del pueblo”. ¿Qué quiere decir esa figura tortuosa, y de qué modo pretende disimular una operación espuria de salvataje de un grupo multinacional en el medio de una crisis generalizada de la aviación comercial (por los elevados precios del petróleo)? ¿No suma, una decisión semejante, un escándalo más a la ya escandalosa política de transporte del Gobierno nacional, que no puede terminar una autopista, ni programar la recuperación de la red ferroviaria, ni articular un plan de comunicación moderno y consistente entre ciudades argentinas?
Para hacer pasar gato por liebre, el discurso establece una correlación entre actos de gobierno y actos de discurso (lo que digo es lo que se hace, y viceversa: no hay distancia entre las palabras y las cosas), correlativa de una presunta identificación entre destinador (“nosotros”: ¿quiénes?) y destinatario (“el pueblo”). Como sabemos que los impuestos del pueblo terminarán subsidiando los viajes que Aerolíneas Argentinas realice de aquí en más, es el pueblo, en todo caso, el que se pondrá al servicio de Aerolíneas. Un tipo de inversión que los retóricos reconocerían como metábola. Las condiciones históricas que vivimos propician un regreso a la retórica y al análisis del discurso.