La corrupción no existe porque la gente es mala, ni se combate con el terror. Los países más transparentes no son los que tienen leyes más duras en contra de este flagelo, ni los que han vivido experiencias como el Lava Jato. Son sociedades que funcionan sobre la base del consenso, en las que la gente sabe que el respeto al otro y a las normas es la base de una sociedad mejor. En nuestra anterior columna nos referimos a los países nórdicos, que, según todos los estudios, son los menos corruptos del mundo y al mismo tiempo los menos represivos.
La corrupción no es causa del subdesarrollo, sino fruto de sociedades en las que no se respetan las normas, impera la ley de la selva y cada uno hace lo que le viene en gana.
En la sociología se desarrolló el concepto de anomia para referirse a estas situaciones en las que la falta de respeto a las instituciones y al otro hace que la corrupción parezca natural. Cuando los maestros de una escuela salen de su aula para gritar y agredir al presidente de la República fomentan la corrupción porque deberían dar el ejemplo a sus discípulos y a la sociedad. Al actuar así, legitiman el salvajismo y también las agresiones de las que ellos mismos son víctimas cuando un padre de familia se fastidia y decide ir a la escuela a darles trompadas.
En estos días el Gobierno intervino La Salada, la feria informal más grande del mundo y que factura más que todos los centros comerciales de la ciudad. Cientos de miles de personas de todo el país compran, venden, fabrican productos, se conectan con esta megaferia extravagante, que sólo trabaja algunos días a la semana desde que empieza la noche hasta que amanece. Probablemente es el único shopping nocturno que existe y vende al por mayor. El volumen de sus ventas, de miles de millones, supone que sus actividades están protegidas por una red de entidades financieras y de todo tipo que están al margen de las normas. Es sorprendente que, aunque todos sabían que miles de buses y camiones iban a La Salada todas las semanas con miles de millones de pesos y volvían con toneladas de mercadería, nunca se produjera un asalto. Es claro que existían relaciones oscuras con las autoridades, la Justicia, la policía. Todo tipo de normas se incumplieron en este espacio que ha funcionado a lo largo de dos décadas.
Esta semana, organizaciones piqueteras armaron una olla popular al pie del Ministerio del Trabajo. Las ollas populares se hacen en todo el mundo en barrios pobres para mitigar el hambre de los más pobres. Esta vez trasladaron a los pobres y las ollas para armar un espectáculo grotesco que costó millones. Al día siguiente llegaron cientos de jóvenes con máscaras y uniformes, en decenas de buses, armados de fierros, garrotes y piedras para agredir a la gente en la Avenida 9 de Julio. Cuando la policía actuó para disolverlos, algunos dijeron que no debían hacerlo porque hace treinta años sufrimos una nefasta dictadura militar.
La cultura del piquete es parte de nuestro paisaje. Está instalada la idea de que cada uno puede hacer cualquier cosa, sin respetar a los demás, porque hay un pasado violento que lo justifica. Hace treinta años hubo violencia en muchos sitios del mundo, pero no sería lógico que Vietnam caiga en la inmovilidad porque los occidentales de esa época mataron a cinco millones de personas en una invasión absurda.
Hace varias semanas, algunas organizaciones de derechos humanos hicieron una manifestación para conmemorar el inicio de la dictadura militar. En el acto, una de sus líderes hizo la apología de la guerrilla de los años 70. Algunas de estas organizaciones, que lucharon en contra de la dictadura argentina, respaldan ahora a la cantinflesca dictadura militar venezolana.
Si no combatimos la anomia, si la mayoría festeja la “viveza” de los que rompen las normas, se ríe del ataque a los otros y teme detener los atropellos en contra de los demás, nunca tendremos una sociedad transparente. Allí están las raíces de la corrupción.
*Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.