En 1994, América fue declarada libre de poliomielitis, una feroz enfermedad que provocó en la Argentina la más cercana epidemia antes del desembarco de Covid-19: sucedió en 1956 y dos vacunas –las creadas por Albert Sabin una y Jonas Salk la otra– llegaron cuando ya era tarde: 6.496 personas habían sido infectadas y la mayor parte de ellas perdió la vida o sufrió
secuelas muy severas. Es interesante revisar la historia para concluir en que ciertas polémicas se repiten. En aquel entonces, también en Argentina había dos líneas de conducta social: a favor o en contra de la aplicación de vacunas, una disyuntiva mucho más profunda en buena parte del mundo aunque menos en estas latitudes. Hoy no se trata de tan rotunda división: provacuna y antivacuna no son el eje central de la discusión, que más bien pasa por lo que se ha dado en llamar la grieta, un abismo político alimentado a uno y otro lado de sus límites por quienes respaldan la actual política sanitaria (y por ende a quienes la llevan adelante) y quienes rechazan visceralmente toda acción generada en el Gobierno.
Que Sputnik V o no, Pfizer o no, Astra-Zeneca o no y varios etcéteras dividen las aguas por razones bastante menos sólidas que las que fundamentan el análisis científico. Aunque no se trata de apoyo o rechazo a la vacunación masiva, este debate alimentado por la intolerancia política afecta gravemente los resultados finales de la lucha contra la pandemia. Los medios no son ajenos a esto, y no se trata de un problema inédito: en abril de 2014, la Red Argentina de Periodismo Científico (integrante de la World Federation of Science Journalists), publicó un trabajo titulado “Vacunas: una desinformación peligrosa”. Se decía allí que se observaba con alarma la publicación de “algunos artículos que, con la excusa de analizar presuntas ‘controversias’, suponen una desinformación flagrante sobre cuestiones de salud pública ampliamente aceptadas”. Y agregaba, haciendo eje en un artículo publicado por una revista no especializada: “La nota también recomienda a los lectores ‘decidir si quieren o no vacunar’” a sus hijos, como si fuera una elección personal, cuando todos los sistemas sanitarios del mundo hacen campañas constantes para mantener y aumentar la inmunización que, por ejemplo, permitió erradicar la viruela y podría en poco tiempo erradicar la polio. Lo peligroso no es no saber de qué están hechas las vacunas, como sugiere el artículo comentando varios dislates (como que ‘la viruela fue erradicada en la década del 50, cuando los médicos británicos dejaron de aplicar la inmunización’), sino difundir teorías conspirativas que muestran desconocimiento sobre cómo se produce y valida el conocimiento científico. Es lamentable comprobar que todavía se considere que las noticias de ciencia, salud y tecnología puedan ser tratadas sin tener en cuenta los requerimientos de rigurosidad que corresponden”.
En verdad, se trata de un debate que se presenta de un lado con argumentos sólidos, sustentados en verificaciones científicas y abundante bibliografía, y del otro con afirmaciones sin sustento académico, cargadas de connotaciones político-partidarias y carentes del imprescindible respaldo de la ciencia. Por cierto, no es privativo de los argentinos caer en declaraciones a los gritos sobre este tipo de cuestiones: aún debaten en algunas sociedades (incluso del llamado primer mundo) si las vacunas deben ser aplicadas de manera masiva o dejar la decisión al libre albedrío de la ciudadanía.
Vacunarse forma parte de la tarea de prevención que cada uno de los integrantes de esta sociedad debe llevar adelante con la mayor rigurosidad, sin caer en fundamentalismos inventados u otros recursos de la sinrazón. En esta línea, los medios de prensa tienen una enorme responsabilidad.