El hombre, por su limitada experiencia, cree que muchas de las conductas que observa en sus coetáneos pueden atribuirse exclusivamente a las mareas de los tiempos. Así es como algunos se rasgan las vestiduras ante el “panquequismo” de dirigentes que parecen siempre adherir al partido triunfalista y ni se sonrojan ni se ruborizan al negar lo que ayer nomás afirmaban.
Las lealtades fluctuantes son parte de la naturaleza humana; y nuestra historia nos da sobradas muestras de estas variaciones.
Estas fluctuaciones tuvieron su expresión más disparatada cuando la caída de Rosas. Los gobiernos autocráticos suelen ser puntos de inflexión en las inclinaciones de los individuos, generan amores u odios.
Cuando Urquiza estaba a pocas leguas de Buenos Aires, se interpretó una obra de teatro llamada Juan Sin Pena donde, sin muchas vueltas, se instaba a matar a Justo José de Urquiza por ser un asqueroso “unitario”, opositor de Rosas. La invitada de honor fue Manuelita Robustiana Ortiz de Rosas y Ezcurra, la princesa del Plata sin corona, y no se dio comienzo a la obra hasta que tomó asiento en el palco principal (tarde, of course). El final fue celebrado con aplausos y gritos de “Muera Urquiza”. No contentos con la denostación al ex federal y dando muestras de un exacerbado fervor partidario, lo más granado de la sociedad porteña, luciendo sus chalecos punzó, desengancharon los caballos del carruaje de Manuelita y a pulso condujeron a la hija del gobernador hasta su casa.
En los días previos a la batalla de Caseros, Rosas recibió sobradas muestras de apoyo, más cuando debió hacerse cargo del manejo del Ejército al desconfiar de las maniobras de Pacheco y una supuesta convivencia entre Angel y Justo (vaya paradoja).
A pesar de lucir el título de Brigadier (en realidad, sus acólitos se lo habían otorgado, pero el Restaurador en un gesto de calculada humildad, lo rechazó), poca experiencia tenía Rosas en el manejo de las tropas más allá de la resistencia al gobierno de Lavalle y la Campaña del Desierto (tan olvidada de las esferas oficiales cuando hablan de los derechos de los aborígenes). A diferencia de la juventud porteña que se unió a los ejércitos libertadores de América, Rosas se quedó en Buenos Aires, donde se dedicó a los negocios alzándose con una fortuna que multiplicó durante su gobierno (al que quiera informarse, puede remitirse a la causa judicial contra Rosas por enriquecimiento ilícito a expensas de las propiedades de los exiliados y las víctimas de la Mazorca).
Pocas horas después de Caseros, Rosas debió iniciar su largo exilio y Urquiza se convirtió, de la noche a la mañana, en el hombre fuerte de la Nación. Los mismos señores que días atrás habían expresado su devoción por el régimen, ahora acudían en masa al besamanos del entrerriano, quien, después de algunas venganzas personales, murmuró algo parecido a lo que le había dicho a Oribe a las puertas de Montevideo: “Ni vencedores ni vencidos”. Para entonces se había tomado la molestia de eliminar a todo el Regimiento Aquino (por desertor), a Chilavert (por traidor) y a Santa Coloma (por mazorquero). Con el tiempo se dio cuenta de que se había quedado corto…
Quizás el episodio más tragicómico de estos convulsionados días tuvo como actor al editor Manuel Toro y Pareja, alias Torito, que dada la urgencia de sus fluctuantes inclinaciones fue asistido por las tropas entrerrianas a bajar el cartel que lucía al frente de su local, dando mueras a Urquiza.
Un año más tarde el rosista Lorenzo Torres y el unitario Valentín Alsina, se abrazaban ante un público exultante, dispuestos a sellar la unión de las facciones porteñistas contra las presiones de Urquiza para aceptar la nueva Constitución.
Meses antes, todos ellos le hubiesen cortado el cuello por sus creencias políticas a su ahora aliado.
De la gloria al ridículo hay un paso difícil de dar para alguien como Napoleón, pero nuestros políticos vernáculos lo dan con una rapidez y un aplomo que llegan a asombrar a pesar de su reiteración.
*Médico y escritor. Su último libro: Ringo y Joe.