Es imposible no hablar de Historia y no hacerse cargo de las lecciones que de ella se derivan cuando se afrontan ciertos temas como el que abordaré aquí. Una serie de sucesos que se han venido encadenando en distintas partes del mundo, con diferentes culturas y trayectorias, peripecias muy contrapuestas, permite visualizar un denominador común. Parece ir estableciéndose la norma de que los gobiernos caen por impulso de la manifestación directa de la gente en las calles y no necesariamente como resultado de comicios electorales.
La caída del gobierno de Ucrania, que podría resultar entre nosotros un hecho extravagante, exótico, alejado de nuestro diario vivir, así como la situación que vive hace ya dos años la República Árabe de Egipto y el conflicto que mantiene agarrotada a Venezuela, dejan por lo menos dos lecciones.
Una serie de instrumentos tradicionales para la selección de quienes deben conducir los países están demostrando fatiga, lo que se ha llamado en física “fatiga de material”. La fatiga de material se produce en estos casos cuando el sistema previsto para procesar los cambios no parece funcionar de acuerdo a las apetencias populares.
Es imposible identificar, en una misma situación y con similar diagnóstico, historias muy separadas y diferentes; todas ellas, sin embargo, tienen mucho que enseñar a la Argentina, y son lecciones del mundo en el que vivimos de las que mucho podemos aprovechar nosotros para nuestra cotidianidad. Egipto vivió durante varias décadas en un orden dictatorial que pareció eficaz hasta que se tornó arcaico. Esa dictadura de treinta años del presidente Hosni Mubarak implosionó porque ya no representaba los cambios demográficos, culturales y sociales de un país clave del mundo árabe, de África y -en general- del Medio Oriente- como lo es Egipto. En consecuencia, pudo más la pujanza callejera de una sociedad lanzada a las calles que los intentos de un régimen autoritario precisamente por restringir la participación ciudadana en las decisiones políticas.
En otros casos, los resultados han sido terriblemente negativos y sangrientos. Es lo que aconteció en Siria, donde tras una guerra civil que ya ha provocado por lo menos 100 mil muertos, parece todavía inamovible el régimen tiránico de Bashar Al-Assad. Lo de Ucrania es especialmente espectacular porque hasta hace 72 horas nadie presumía que el régimen autoritario de Viktor Yanukóvich habría de caer como un castillo de naipes. Así sucedió, se desvaneció como un castillo de arena en la playa. De la noche a la mañana, ese régimen impopular y no representativo, fue derribado por una durísima militancia cívica en las calles.
¿Por qué razón Nicolás Maduro en Venezuela, por ejemplo, encuentra que ahora es necesario buscar la paz a través del diálogo, luego de haberse hartado de denostar, descalificar, insultar y despreciar a todos quienes no formaran parte de la mitad del país que se expresa en el chavismo? ¿Por qué ahora es posible, una cumbre para conversar con Henrique Capriles Radonski, que hasta hace pocos días era sencillamente la excrecencia más repudiable y absoluta? Porque participó la calle. Lo que sucedió en Caracas como en otras ciudades venezolanas, como lo que sucedió en Egipto y en Ucrania, no es sólo la participación física de hombres y mujeres, viejos y jóvenes en las calles, sino la conectividad extraordinaria que ha eliminado la posibilidad de una dictadura eterna, la conectividad de las redes sociales.
Esta es la gran diferencia entre Venezuela y Cuba: en Cuba, el uso de internet está prácticamente abolido. Acceden a internet solamente integrantes privilegiados de la nomenclatura gobernante. Pero la sociedad y el pueblo cubano no se pueden comunicar como lo hacemos en la Argentina o en Venezuela, países cableados y tecnológicamente intercomunicados mucho antes del chavismo.
Esta combinación de ciudadanos activos y redes sociales que ya prescinden de los diarios, la radio y de la televisión es lo que protagoniza y pone en escena un nuevo paradigma de relevo político. ¿Cómo me sitúo? Con atención y prudencia. Regocijándome de los avances democráticos, pero a la vez receloso de que el exceso de protagonismo directo termine aniquilando las fórmulas de alguna u otra manera consensuadas de la democracia. Está muy bien oponerse a un régimen tiránico y conseguir que finalmente abandone la escena. Tiránico, autoritario, represivo, totalitario, cualquier nombre puede representar un matiz diferente, pero todos ellos coinciden.
Pero si eliminamos por completo el ejercicio de la soberanía política a través de las organizaciones representativas, con partidos políticos renovados, refrescados y reformateados, pero partidos políticos-, se cae en la tentación de algún populismo: reaccionario, seudo progresista, transformador o sencillamente carismático, variantes del populismo contemporáneo. No es una salida de largo alcance, es apenas momentánea, apenas.
En el caso de Egipto, por ejemplo, el desenlace electoral que le dio el triunfo a los Hermanos Musulmanes terminó siendo un formidable paso atrás para la búsqueda de los egipcios de una sociedad laica, democrática y moderna.
En estas cosas hay que manejarse con extremo cuidado. Hay que celebrar que acontecimientos masivos, que lamentablemente se tornaron violentos, profundicen los cambios y obliguen a esos regímenes a dejar de ser impunes. En el caso de Venezuela, albergar la esperanza de que un régimen tan autoritario y vociferante como el de Nicolás Maduro termine entendiendo que su propia supervivencia -como la de la nación venezolana- depende de admitir que la razón no la tiene solo un sector, sino que hay consensuar denominadores comunes.
Da escalofrío que se esté consolidando la idea de que la manifestación en las calles es la única salida: lo hemos conocido en la Argentina de 2001 y 2002, cuando este país no solo se asomó al precipicio sino que nos despeñamos. Los argentinos nos despeñamos: con la pretensión de que si se iban todos, todo iba a cambiar. El sinónimo de “irse todos” es una gran anomia anárquica. Las enseñanzas de Ucrania, Egipto y Venezuela, entre tantos otros sitios del mundo, revelan que es indispensable que países y gobiernos asuman la responsabilidad de propiciar la paz y el fortalecimiento de las instituciones, esa palabra a la que tanto se suele mencionar en los discursos del poder pero que en la vida cotidiana tan poca valencia sigue teniendo.
(*) Editorial de Pepe Eliaschev en Radio Mitre.