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Lecturas, relecturas

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Por qué se relee un libro? Imposible saberlo. En mi caso, alcanzo a reconocer dos modalidades, o tal vez tres –aunque seguramente hay muchas más–. Una es cuando por alguna razón quiero volver a leer un libro en particular. Ese y ningún otro libro. Esto puede ocurrir a causa de leer un ensayo sobre ese libro que me despertó el interés de volver a él (como me sucedió cuando leí una conferencia de Derrida sobre Ante la ley, de Kafka, e inmediatamente releí el cuento de Kafka), o porque leí otro libro del mismo autor y me dieron ganas de volver a leer otra obra suya (como cuando leí Guanaco, de Esteban López Brusa, y luego volví a leer Huevo o cigota), o por alguna otra razón por el estilo.


Otra modalidad es cuando no tengo plata para comprar libros nuevos, ni ganas de ir hasta Corrientes a hacerme de saldos baratos, y entonces me reclino sobre mi biblioteca. Este procedimiento puede desembocar en la lectura de algún libro que tenía virgen desde hace tiempo, pero sobre todo en relecturas, en especial de libros gordos que me ocupan varios días, como para demorar el deseo de comprar un libro nuevo y disimular así mi desdicha económica.


El tercer camino conduce directamente al azar. Por ejemplo, este fin de semana, por razones imprevistas y levemente laborales, releí Diario íntimo, de Benjamin Constant, en la traducción de Jorge Salvetti para Selecciones de Amadeo Mandarino (Buenos Aires, 2006). Roland Barthes decía que el encanto de Proust residía en que al releerlo, “siempre me salteo diferentes párrafos”. En mi caso, habita en reencontrar viejos subrayados, sin entender muy bien el criterio por el que llegaron a estar allí (hoy subrayaría otras cosas y dejaría sin marcar varios de los recalcados). Sin mencionar, además, que –tampoco sé por qué– suelo subrayar sólo los libros de ensayo y muy raramente los de ficción. Sin embargo Diario íntimo está lleno de marcas (a menos que hubiese tomado a un diario como no-ficción, grave error que no me veo cometiendo). Curioso. Menos curioso fue reencontrarme con frases de Constant ácidas y perfectas, pequeñas observaciones sobre Goethe, D’Alembert o Schelling que vuelven al libro encantador e inteligente. Aquí algunas de las reflexiones de Constant: “Una observación ingeniosa de Schiller es que en el estilo los verbos son más animados que los sustantivos, así amar es más activo que el amor, el vivir que la vida, el morir que la muerte. Los verbos se expresan siempre en presente, los sustantivos más bien en pasado”. O también: “El francés y el inglés nos dicen: ‘Miren cómo describo los objetos’. El alemán: ‘Miren cómo me impresionan los objetos’”. Y finalmente: “Toda filosofía de la que no pueda hacerse un vaudeville o una novela no nos agrada a nosotros los franceses”.
Alentado por la relectura, busco en mi biblioteca Cecilia, siempre de Constant, en la traducción de Silvina Bullrich para Emecé de mediados de los 50. Pero es en vano, no lo encuentro. Sé que lo tengo, recuerdo perfectamente dónde y cuándo lo compré, cuando lo leí (hace unos diez años), y hasta creo recordar en qué estante debería estar. Pero no es el caso. Aparece –vaya uno a saber por qué en ese estante– Maurice Blanchot. El ejercicio de la paciencia, de Sergio Cueto, publicado por Beatriz Viterbo, que leí en cuanto salió, en 1997, y del que guardo el mejor de los recuerdos. Allí voy.

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