Me apetece comentar la interesante nota de tapa de la semana pasada de este mismo suplemento, sobre los modos en que se legitima la literatura. Como corresponde, presenta opiniones de editores, críticos, escritores. Como también suele ocurrir, me siento cercano a varias de esas opiniones, y de otras bien lejano; algunas me provocan entusiasmo; otras, vergüenza ajena; muchas las valoro por su rigor intelectual y otras disimulan su evidente falta de conocimiento citando excesivos nombres propios (una mera repregunta, concretamente sobre a qué libros se refiere, hubiera sumergido la doxa pegada con alfileres en el silencio de la ausencia de lecturas). Pero hay dos opiniones sobre las que me gustaría detenerme, para contribuir, como proponía Aldo Pellegrini, “a la confusión general”. La primera es la de Luis Chitarroni, en la que menciona elocuentemente, y por dos veces, el mismo tema de la ausencia de lecturas. Primero escribe: “El reemplazo [de la ‘performance estilística’] parece ser el capricho, la zoncera plena o la falta de lectura”. Y luego, para describir los usos de la noción de “literatura menor” de Deleuze y Guattari, define a ambos ensayistas por “su oceánica laguna de lecturas”. Es difícil –y levemente fascista– definir qué hay que leer y cuánto hay que leer; qué significa haber leído y cómo se verifica la ignorancia. Son preguntas –ironías– del orden de lo privado, que tienen muchas dificultades para ser operativas en el espacio público. Compartiendo la misma sensibilidad que Chitarroni, propongo entonces resolver el enigma por la negativa: así como no podemos definir qué hay que leer, a qué escritores hay que leer, cuánto hay que leer y qué significa leer; sí es notoriamente más sencillo darse cuenta cuándo no se ha leído lo suficiente. Y también es sencillo comprobar los efectos de esa ausencia sobre la producción literaria y editorial. La falta de erudición, casi me animaría a decir la falta de ambición en la lectura (la ambición de querer leerlo todo), es una de las causas de mucho de lo ruinoso del panorama actual. El problema no es que la literatura pueda caer en el riesgo del narcisismo (categoría que se suele criticar ya desde un resentimiento solapado, ya desde un conservadurismo estético, ya desde ambas posiciones a la vez) o de otras caracterologías por el estilo, hecho menor que no tiene la menor relevancia (la literatura de Proust es genial, precisamente por narcisista), sino que la ausencia de lecturas está en la raíz de buena parte de la trivialidad literaria actual. Una novela no se vuelve filosófica por colocar a Heidegger como personaje, ni se vuelve revolucionaria por situarla en los 70. La pregunta política para la novela opera en el nivel de la frase, en la sintaxis. En la cuestión de qué frase sigue a otra, y de cómo se construye cada frase, hasta que cree un sentido crítico. Esas preguntas están sobredeterminadas por dos siglos de tradición moderna. Ignorar esas cuestiones, desconocer esas lecturas, ampararse en un vitalismo de la experiencia o en la contingencia de la intuición, implica profundizar el carácter banal de buena parte de la forma en que se lee, se escribe y se edita hoy.
La otra respuesta interesante es la de Fernando Fagnani. Otra vez me quedé sin espacio, volveré sobre el tema la semana que viene (o no)