Estoy pensando en irme a vivir a Dinamarca país del que dicen que es el más feliz de este mundo. Hay cosas que no sé: una, cómo se mide la felicidad de los países; dos, qué pensarán los dinamarqueses de mi proyecto.
Ah sí, porque en Dinamarca si usted le pregunta a un dinamarqués o a una dinamarquesa “¿es usted feliz?”, él o ella contesta con sonriente entusiasmo “¡Síiii!”. Esa es la vara con la que se mide la felicidad de un país.
Y pregúntele a su vecino del 4° “C” o a la señora del kiosco de la esquina si es feliz y le aseguro: ni le van a contestar y más aun, es posible que lo miren con poca o mucha bronca. Y no hablo de la pequeña felicidad personal de cada una, no: hablo del panorama anímico que reina en un país, región, estado, como usted quiera. ¿Por qué será eso, no?
Debe haber razones múltiples pero yo que soy ahorrativa le tiro con una sola, una solita: en Dinamarca todo funciona; acá no funciona casi nada… y los encargados de hacer funcionar todo, o de hacer que vuelva a funcionar como antes o antaño, firman, se sientan a sus escritorios, toman café, leen el diario, se rascan, esteee, bueno, se rascan, conversan entre ellos, lamentan el estado de cosas, firman y se van cada uno a su casa. No digo que todos practiquen esta saludable manera de vivir, no: frente a esos escritorios suele haber personas honorables y responsables que hacen lo que pueden con mucho esfuerzo y pocas esperanzas.
No sé si será cuestión de genes o del polvo sideral, o de una planificación ciega, sorda y muda que lo único que hace es remitirnos a los jefes, de ahí al secretario, al ministro y de ahí al Señor Todopoderoso ante quien no podemos ir a quejarnos. Y además, punto dos: sospecho que los dinamarqueses y las dinamarquesas no se sienten muy entusiasmados con la idea de recibirme así que me quedo acá y enfrento las falencias del teléfono, la luz, el agua, el gas y el destino que siempre es cruel.