Por alguna razón, ocurre. En algún momento de sus vidas, muchos convencidos de estar en posesión de la verdadera fe se toman el trabajo de persuadir al semejante de la ventaja incomparable de adoptar sus creencias. A ese movimiento fastidioso se lo llama evangelización, y si acierto en el griego que no conozco, la palabra significa “buena nueva”, cuando en realidad se trata siempre de una mala noticia para el beneficiario, porque, ¿quién en su sano juicio aceptará amablemente que un desconocido pedante y lleno de buenas intenciones le señale que hasta el instante anterior estuvo equivocado? Y a la vez, y mirándolo desde la perspectiva complementaria, si uno está imbuido de la plétora de la verdad, ¿cómo no revelársela al resto? ¿Cómo restarle a la humanidad la evidencia de su puro beneficio? (Claro que la verdad en el terreno de lo incomprobable es instantánea y no argumentativa, mística y no persuasiva, y por lo tanto, como la razón opera en escasas ocasiones, la fe prospera).
Pasando al asunto: el dato lo tomé de un libro de Umberto Eco que a su vez lo tomó de otro libro o fuente, y ese libro o fuente anterior recoge a su vez la información de un tercero, que se basó en una historia de época, y si me falta algún dato lo buscaré en la suma de errores y aciertos parciales y brutales omisiones de la Wikipedia. Pero entretanto empecemos, que el cuento tiene su anécdota, y el sufrido lector la disfrutará si es que entretanto no se distrajo pispeando en las noticias acerca de la vida íntima de un argentino que gana millones corriendo en pantalones cortos en París, y de su señora esposa y representante y explotadora. Tema que daría para debate acerca del empoderamiento feminista y la falodehiscencia masculina, en una mesa redonda titulada: “Pirata de espada caída”…
Volviendo al punto. Salvo Gregorio de Nisa, quien aseguró muy enfáticamente que Dios no hablaba hebreo, todos los padres de la Iglesia, desde Orígenes hasta San Agustín, tenían la firme convicción de que esa era la protolengua, la primera que habló nuestra especie, y la única en la que el Altísimo se dignó comunicarnos todo lo útil y cierto y necesario.
Años y siglos pasarían hasta que un examen comparativo de otras lenguas (entre ellas el chino, no la China Suárez) arrojara un manto de sospecha sobre esa creencia. Lo cierto es que aun hoy no sabemos en qué idioma habla Dios, y mucho menos en cuál piensa, así como no pudimos averiguar nada acerca de su edad, forma, procedimientos, poderes, filiación, origen, potestades y precedencias. Pero si hay un Dios detrás de Dios, y a nuestro Universo le tocó uno más bien limitado y tirando a inepto, no es el asunto de esta nota. Porque de quien íbamos a hablar es del distinguido erudito y utopista Guillaume Postel (1510-1581), cuya clara vida y milagros quedan para la próxima.