La fundación de la patria podría dar comienzo, por ejemplo, con el famoso caballo blanco de San Martín. Y completarse, o consolidarse, con los caballos de la campaña al desierto de Roca. El primer caballo consta en el anverso del billete de cinco pesos, con la reproducción parcial del cuadro El abrazo de Maipú, de Pedro Subercaseaux. Los últimos figuran en el envés del billete de cien pesos, con la reproducción parcial del cuadro La conquista del desierto, de Juan Manuel Blanes.
El caballo de San Martín funciona como su pedestal. Luce entero, firme, tenso, luminoso; es sin dudas un basamento ideal para erigir la figura victoriosa del gran héroe. San Martín, ahí en lo alto, alza a su vez un brazo (y el caballo, por su parte, una pata), prolongando hacia el cielo el abrazo más modesto de Bernardo O’Higgins. La gloria argentina lo es también de la fraternidad latinoamericana (con Argentina como hermano mayor).
Los caballos de Roca carecen, en cambio, de bríos. Se notan mansos, o más bien aburridos, miran el paisaje un poco por acá y otro poco por allá, lo mismo que sus jinetes. Se apropian del territorio como por su sola presencia, tomándolo por ocupación; pisan, como quien dice, sobre seguro. La patria se afirma así sobre el suelo de una matanza.
Todo esto viene a cuento porque hay un nuevo billete, y en ese billete, un nuevo caballo. Se trata del de cincuenta pesos y está dedicado a las islas Malvinas, por lo que la patria se muestra ahí despojada, evocando su parte faltante. El caballo en cuestión luce alzado, y el gaucho que lo monta (que no es otro que el gaucho Rivero) revolea una bandera argentina como si fuese una boleadora.
Algo tiene esa imagen de una doma; su audacia y su coraje. Pero no es con el gaucho domador que se forjó la nación argentina, sino con el gaucho domado. Y aunque la literatura da cuenta de eso en abundancia, traspasarlo al billete no resulta sin dudas tan sencillo.