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opinión

Libertad condicional

Empezó a visitarla en la cárcel muchos años después del crimen y se convirtió en su amigo.

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

En Percy’s Song, una canción que Bob Dylan grabó en 1963, el narrador habla de un amigo que choca con el auto y cuatro personas mueren por su culpa, según declara un testigo ante el juez. Y el juez condena a Percy a pasar noventa y nueve años en la prisión de Joliet sin apelación posible. Podría haberle pasado a cualquiera, dice el narrador. Percy no es inocente como Hurricane, el protagonista de otra canción de Dylan, la que sirvió para rescatar al boxeador Rubin Carter de la cárcel. Y es cierto que las cuatro víctimas seguirían vivas de no ser por el descuido o la impericia de Percy al volante. 

Podemos sentir por Percy la piedad de quien piensa que podría haber estado en su lugar. Más difícil es sentirla por Leslie Van Houten, a quien el escritor y cineasta John Waters dedica “Leslie”, un artículo que forma parte del libro Mis modelos de conducta. Leslie fue una de las chicas del clan Manson y, aunque no participó del asesinato de Sharon Tate, lo hizo la noche siguiente en otra salvaje carnicería del grupo, la que culminó con la muerte del matrimonio LaBianca. Van Houten fue tan culpable como los monstruos idiotizados que pintó Tarantino en Érase una vez en Hollywood. Sin embargo, después de pasar años en la cárcel, Leslie se alejó de la influencia de su siniestro gurú y se reformó. Se convirtió en otra persona, acaso la que hubiera sido de no haber conocido a Manson y no haber sido parte de su cultura de la autodestrucción. 

Waters es extraordinariamente elocuente a la hora de persuadir al lector de que Leslie merece otra oportunidad. Empezó a visitarla en la cárcel muchos años después del crimen y se convirtió en su amigo, además de testigo de que la mujer que había matado de un modo horrendo era una presa modelo, estaba genuinamente arrepentida, nunca volvería a hacerlo y, en cambio, podría ser una ciudadana útil. De hecho, Leslie vivió normalmente durante los meses que pasó en libertad entre dos juicios. Su condena a prisión perpetua es revisable bianualmente, pero se topó durante años con la tozudez de un funcionario decidido a encerrarla para siempre. Allí termina la historia que cuenta Waters. 

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Más tarde, en 2016, el empecinado responsable de la libertad provisional de Leslie terminó cediendo ante la falta de argumentos jurídicos o psiquiátricos para dejarla presa. Y allí viene la parte más tenebrosa de esta historia: desde entonces, dos gobernadores demócratas vienen anulando la decisión de liberar a Leslie aduciendo que aun es un peligro para la sociedad: el que lo hizo una vez podrá hacerlo de nuevo, razonan. 

De todos modos, de lo que leí sobre el caso, lo que más me impresionó fue algo que cuenta Waters. A partir de su desvinculación espiritual con Manson, Van Houten luce en las fotos como una mujer simpática, atractiva. Pero en un momento, empieza a aparecer con el pelo blanco y suelto, lo que le da un cierto aire a bruja. La razón es que ahora las presas tienen prohibido teñirse el pelo o recogérselo cuando piden por su libertad para no dar una impresión engañosa, ocultando su verdadera naturaleza. Es que las cárceles imponen penas muy refinadas, que van más allá de la privación de la libertad. Y los políticos no pueden dejar que liberen a Leslie Van Houten porque la sociedad que representan se tranquiliza si la pena se extiende indefinidamente.