Yendo a un congreso de literatura latinoamericana (esa superstición europea) una azafata de tierra, mezcla de Air France con Alitalia, manda un mensaje fatal para que bajen mi valija del avión de la conexión que perdí. Por supuesto en la cinta de equipaje de mi destino final la valija no está. Quedan sólo las cintas de equipaje vacías a las once de la noche como un cuadro de Kuitca. En la oficina de reclamos me toman los datos y me dan un premio consuelo: el kit de supervivencia del viajero sin valija. Lo abro en el hotel; contiene una afeitadora, un mini desodorante, un sobrecito con jabón de lavar ropa (bien pensado pero alarmante), peine, cepillo de dientes, todo plegable, tamaño avión, salvo una gran remera blanca XL. Al día siguiente me compro una muda de ropa, lavo la ropa sucia y la dejo secar durante la noche. Así, durante varios días, me mantengo impecable y alerta. Mi valija, donde tenía mis libros, mi ropa y mi propio kit de supervivencia, no aparece y, una vez pasada la indignación, me siento purificado, simplificado. Tengo la ilusión de no necesitar casi nada. Estoy ligero de equipaje, literalmente; soy como Ghandi. Y de pronto una mañana me traen el monstruo, lo encontraron: mi valija verde y pesada, cerrada a presión. La recibo pero no la quiero, ya hice el duelo por la pérdida. Ya me había librado de ese lastre. Me gustaba ese limbo global del equipaje perdido, porque no era que me habían robado, sino que la valija había pasado a otra dimensión. Ahora hay que combinar la ropa, ver qué pantalón está menos arrugado, hay que planchar una camisa, acarrear mis libros. Poco a poco vuelvo a abrazarme a mis cosas como un cerdo burgués, cuidando que nadie me toque nada.