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Lilita

En una ya lejana época, su frontalidad asombraba y era puro oxígeno. La recuerdo a fines de los noventa en una charla organizada por un comité del que era entonces su partido, en Caballito, al que fui invitado para hacerle una entrevista pública. Esa mujer aún era radical y hablaba con particular brillo.

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En una ya lejana época, su frontalidad asombraba y era puro oxígeno. La recuerdo a fines de los noventa en una charla organizada por un comité del que era entonces su partido, en Caballito, al que fui invitado para hacerle una entrevista pública. Esa mujer aún era radical y hablaba con particular brillo. La militancia la escuchaba extasiada.

Conversar con ella delante de mucha gente era garantía de entrañable frescura, contundencia intelectual e interés político. Criticaba y defendía, atacaba y protegía, imprecaba y reflexionaba. Se vio que ella tenía discurso propio y el gobierno de la Alianza le quedaba chico, aun cuando, pese a que ya no formaba parte de esa gestión, había apoyado inicialmente a De la Rúa.

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Los primeros ruidos fueron evidentes cuando se fue de la UCR y se arrimó al Partido Socialista para fundar Alternativa por una República de Iguales (ARI), un emprendimiento del que enseguida se apartaron sus socios. En conversaciones de pasillo, el maestro Alfredo Bravo me decía entonces que era imposible hacer política con ella, porque cada mañana hacía anuncios imprevisibles y unilaterales por radio que dejaban malparados a sus aliados, seguidores del “viejo y glorioso” partido de Juan B. Justo.

Se quedó, así, sola con ARI. En los reportajes de los años posteriores al colapso de 2001, su aspecto físico se hizo preocupante. En sucesivos reportajes que en aquella época le hice personalmente en radio, empecé a advertir que, tras cada afirmación, rutinariamente explosiva y asombrosa, ella miraba al costado, como si hubiese una tribuna, y preguntaba al vacío: “¿se entiende?”, o “¿me siguen?”. Como siempre entrevisto a solas en la radio, sin acompañantes, era evidente que lo de ella era un giro retórico. Me hacía recordar mucho a Marcelo Tinelli, que suele mirar al costado y muy poco directamente a cámara, como si ambos no pudieran existir sin público.

Su rostro mostraba una sonrisa perenne, que se iba convirtiendo con los meses en rictus sarcástico y rígido, aunque lo concreto y cierto es que ella formulaba diagnósticos agudos y hacía denuncias corajudas. A comienzos del siglo XXI se había convertido en ícono de valentía moral e intransigencia con la corrupción, algo clave en la pastosa y ambigua Argentina.

Pero tropiezos y confusiones sobrevinieron luego de manera encadenada. Maltrató en su momento a Alfonsín, al que le decía –a través de los medios– que lo “amaba”, pero al que también escarnecía, proclamando que tenía un problema “moral” con él. Sin embargo, la decisión de crear un nuevo partido fuera de la vapuleada UCR fue elogiable: al menos, ella construiría poder desde la clásica e irremplazable política, organizando una fuerza debidamente estructurada.

Sus exteriorizaciones fueron, sin embargo, cada vez más imprevisibles y desconcertantes. Durante largos períodos se presentaba semanalmente en TV, visitando invariablemente programas en los que, algo llamativo, le preguntaban mal, turbulentamente, o de manera superficial, algo que ella no repudiaba, y admitía.

Se fue de su propio partido, ARI, renunció al Congreso para el que había sido elegida y se replegó a sus anteriores modismos bíblicos. Hace dos años me vinieron a buscar en su nombre. Ya en su departamento, me formuló ante una colaboradora estrecha una invitación político-electoral realmente muy generosa, pero confusa, aunque tuvo la franqueza –eso sí– de admitir que si un periodista como yo ingresaba en la política partidaria como mandatario electo, ya no tendría camino de retorno a la profesión. “La verdad es que te estoy pidiendo un acto de despojo”, me confesó. No sólo “eso” no era para mí, sino que, además, yo no entendía qué era esa Coalición Cívica a la que me convidaba, “no para que te saques una foto, sino para liderar”.

Sin duda, ella puede aportar, y muy positivamente, al berenjenal argentino desde su encendida defensa de la República, pero su recurrente solipsismo la hace recaer en los aspectos más caudillistas y atrasados de la política argentina. Se fue del partido que le dio vida y sentido militante, para luego partir también del que ella misma creó y, finalmente, se apartó (“asqueada”) de un Congreso al que se cansó de descalificar. Ahora vuelve, pero no explica por qué entonces hizo una cosa y ahora hace otra.

En esta coyuntura, los radicales porteños parecen relegar sus razonables reticencias, producto de haberla conocido y tratado. Personalidades de coherencia y trayectoria se pliegan a ese modo de hacer política. A propósito de su tercer lugar en la lista de candidatos a diputado nacional por el acuerdo UCR-CC en la Capital Federal (ella fue dos veces candidata presidencial), Ricardo Gil Lavedra ha dicho que “no importa, en definitiva, el lugar, nadie duda de que la protagonista (sic) en la lista es Carrió”.

Es preocupante y triste. Exhibe un desplazamiento involutivo desde las prácticas orgánicas e institucionales de la UCR, para volver a una metodología incierta y crudamente personalista, de la que aparentemente esta mujer y quienes la siguen no consiguen diferenciarse. La otra noche, por televisión, volvió a hablar en primera persona (“¿Ricardo López Murphy? Está conmigo”, se ufanó) y siempre desde su centro solar. Allí palpita la limitación que no logra superar su sistema de construcción política, habitado por una curiosa dicotomía.

Por una parte, sus principios republicanos y su contundente apuesta a la toma decisiones por la vía democrática no permiten confusiones: se trata de una persona inequívocamente asociada a esos valores. Fogueada en la Union Cívica Radical, madurada en la transición, es casi imposible detectar en ella consideraciones autoritarias o promesas de “ejecutividad” que atenten contra la división de poderes.

Pero lo contradictorio es que una profesión de tan recia respecto de fundamentos y hábitos de la democracia choque de frente contra su estilo y su práctica individual que, en los hechos, no construye representatividad legítima y deplora las estructuras horizontales. Por el contrario, tras una década de protagonismo nacional intenso, sigue aferrada a una metodología virulentamente personal. Habla, ama y deja de hacerlo en primera persona, y toma decisiones en una casi total soledad orgánica, aunque hable con mucha gente.

Conviven en ella una Argentina promisoria, dispuesta a ser una mejor sociedad, con las maneras y los medios verticales característicos de los peores rasgos nacionales, como si en esta mujer se patentizaran las glorias y las miserias de todo un tiempo histórico.


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