La fiesta termina y llega el momento inevitable de pagarla. En el ajuste de cuentas que sigue muchos se apresuran a descargar costos en los demás. El Gobierno ajusta sus números y carga los dese-quilibrios acumulados sobre los asalariados, los consumidores o las empresas, según a quién tenga más a mano. Grupos espontáneos de ciudadanos quieren aportar lo suyo y ajustar cuentas con los delincuentes, saliendo a cazar a los eslabones sueltos del delito. Lo que parece va a imperar en la fase de frustración, una vez más, es un salvaje sálvese quien pueda, tras el cual los más lentos en esquivar el bulto se habrán hundido otro poco, o del todo, mientras los vivos se lavan las manos.
l Muchos de los que creen estar entre los acreedores y se apuran a cobrarse lo que piensan les corresponde fracasarán. Sólo para los muy poderosos y descarados convivir con la irresponsabilidad puede ser gratis a largo plazo. Y ahora que el largo plazo nos alcanzó lo vamos a comprobar.
l Al respecto, es llamativo que, salvando las distancias, la inflación funcione casi igual que los linchamientos o los saqueos: instintivamente (o aplicando una lógica muy precaria) asumimos que nos conviene y nos merecemos estar del lado de los que pegan y no del de quienes reciben los golpes, así que ayudamos a que las reglas de la convivencia se debiliten un poco más todos los días, y con ello a que los perjuicios colectivos se agraven y generalicen, volviéndose cada vez más inescapables.
l El fondo del problema es, claro, nuestro proverbial desprecio por la producción y cuidado de los bienes públicos: la moneda, la seguridad, la educación, el transporte y en general el respeto a la ley se cuentan entre ellos, y ninguno concitó en estos años mayor interés, ni de parte de la mayoría de los gobernantes ni de los gobernados.
Valoramos mucho más las 12 cuotas para el televisor que una escuela decente para nuestros hijos o una policía honesta y eficaz, aunque en las encuestas casi siempre respondamos otra cosa. Así que no debería sorprendernos que al final del camino nos encontremos defendiendo el televisor de un saqueo o apaleando al que se lo quiso afanar.
l Los linchamientos dicen, en suma, bastante de nuestra condición cívica y política, igual que los saqueos y la violencia en las canchas, o el recurso al piquete por cualquier cosa; ilustran la propensión a formar turbas para no asumir responsabilidades, el desprecio por nosotros mismos, la confusión moral en que nos coloca siempre sentirnos víctimas, y el resentimiento como casi único cemento unificador.
l Si convivimos tan prolongada y alegremente con la corrupción y la ineficiencia política, judicial y policial, ¿cómo no hacerlo con sus lógicas consecuencias? Una buena parte de la ciudadanía ha creído poder escapar de éstas encerrándose en sus barrios y privatizando sus servicios públicos. Igual que escapaba de la inflación dolarizándose. Y muchos que no pudieron hacer ni una cosa ni la otra, o vieron a las amenazas burlar esas frágiles barreras, se cuentan hoy entre los más resentidos e indignados. Así que recurren a, o avalan, la justicia de la jauría humana. Es inevitable que la violencia que ejercen o toleran se les vuelva en contra: el paso siguiente será, hasta para el más amateur de los arrebatadores, ir armado a hacer su trabajo. La turba enardecida no sólo es inmoral y criminal. Además empeora el problema que supuestamente sus miembros dicen querer resolver, la falta de Estado y de ley común y la generalización de la violencia anómica.
l Nada de eso parece interesar demasiado a quienes recurren a argumentos del estilo “está mal, pero”, como si las circunstancias y sus angustias pudieran justificar cualquier cosa. Argumentos que encima abonó una dirigencia confundida entre la necesidad de explicar el fenómeno y la tentación de justificarlo, y que se abocó a lavarse las manos, levantar el dedo acusador, o hacer un poco de las dos cosas.
l Tampoco puede decirse que haya sido una sorpresa que la política reaccionara extremando la competencia en detrimento de la cooperación. Lavarse las manos fue la manifiesta prioridad en el oficialismo. La Presidenta se volvió comentarista de las noticias, como tiende a hacer cuando ellas no son buenas, y banalizó del peor modo el asunto. Según ella, “quienes sienten que sus vidas no valen ni dos pesos para la sociedad tampoco van a dar ni dos pesos por la vida de los demás”. Una versión extrema del argumento sociológico que suelen utilizar Zaffaroni y el garantismo lumpen según el cual quienes delinquen son “fruto de la sociedad” y por tanto no tienen responsabilidad personal en lo que hacen. Como si todos los excluidos fueran delincuentes o pudieran serlo, ignorando que delinquir es siempre, aun en la situación más desesperada, una decisión. Y estigmatizando a los pobres mientras en apariencia se los justifica.
l Argumento que encima debió sonar como un bálsamo en oídos de los linchadores: también ellos sienten que sus vidas no valen ni dos pesos para los ladrones, la policía y la Justicia, ¿por qué no creerse con derecho a despreciar la vida ajena, sobre todo si se trata de vidas delincuentes? Cabe preguntarse si Cristina no advirtió que sus palabras permitían esta doble lectura, o si las pronunció precisamente por eso, para lavarse las manos y congraciarse con unos y otros. Interpretación que resulta avalada por la convivencia en el campo oficial del discurso indignado de Zaffaroni y el justificatorio de Mario Ishii. Y que prueba de paso que todos los huevos de la serpiente, sean de izquierda o de derecha, se empollan bajo las mismas alas oficiales.
l Algo más de razón tienen claro los opositores cuando advierten que la ausencia de Estado está en el origen de estos ajustes de cuentas, y que hacen falta no sólo más recursos sino sobre todo invertirlos mejor en seguridad y justicia si se quiere terminar con la sensación de generalizada impunidad que experimenta la opinión pública. Y que se funda no sólo en que el crimen crece, sino sobre todo en que el porcentaje de delitos que terminan con los culpables en la cárcel no lo hace y es bajísimo. El problema fue que, en su afán de aprovechar la situación para ajustar sus propias cuentas con el oficialismo, algunas voces opositoras atravesaron también la frontera entre la explicación y la justificación, y parecieron querer quedar bien con el numeroso coro de espectadores que no se indigna con los linchamientos tanto con que “se quiera defender los derechos de los delincuentes”. Combatir este bestial sentido común es hoy por hoy menos rentable que confrontar con el garantismo lumpen oficial. Pero la oposición debería advertir que es igual de necesario.
* Politólogo.