COLUMNISTAS

Literatura bienpensante

En su segundo artículo sobre narrativa argentina escrito para este suplemento, la ensayista disecciona con agudeza el nuevo libro de Claudia Piñeiro que, como “Las viudas de los jueves”, se transformó en best seller a pocos días de haber aparecido. Para Sarlo, “la novela no necesita sino lo que ofrece, y no ofrece sino lo que necesita: cumple su finalidad extraliteraria”. Pero la lleva a reflexionar si el soporte literario es realmente el adecuado para transmitir el mensaje que el libro pretende: ilustrar al lector sobre temas como la maternidad, la enfermedad y el aborto.

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Algunas novelas se parecen a algunas películas tanto como esas novelas y películas no se parecen al buen cine ni a la buena literatura. Son artefactos temáticos. Tratan temas importantes, transmiten una cantidad bastante apreciable de mensajes y plantean conflictos que merecen ser discutidos. A los de este tipo se los llama “films de calidad”; a estas novelas habría que llamarlas “novelas de calidad”. Obras serias, que no se presentan crudamente como best sellers pero tienen ese destino cuando les va bien, y el olvido más acelerado cuando les va mal. Si encuentran un público (no todas encuentran un público) quizá cumplan una función social respetable, pero este juicio no lo puede hacer la crítica literaria sino la sociología de la cultura (¿qué hace la gente con lo que lee, sobre todo si es mucha gente la que lee un libro?).
Elena sabe, de Claudia Piñeiro, es una de estas novelas de calidad. Su tema es la enfermedad, la vejez, las asperezas de la vida cotidiana entre una madre que tiene Parkinson y una hija que vive subordinada y rebelada ante ese destino; el aborto y las consecuencias de un catolicismo militante que lo impide arruinándole la vida a la mujer obligada a ser madre. Todo en dosis masivas, con una caída entre bizarra y gótica, que presenta los detalles íntimos de la enfermedad con lenguaje explícito pero en frases gobernadas y prolijas.
Leyendo la novela me pregunto si, en estos casos, la literatura no está de más; si el tema no estaría mejor servido por un non fiction sobre viejos con Parkinson y una investigación periodística sobre las consecuencias psicológicas no del aborto sino de no conseguir un aborto en el momento en que alguien cree necesitarlo. Estoy segura de que el carácter poético-patético del diálogo sobre la maternidad no querida estaría ausente de una investigación periodística donde quien la realice hable con personas realmente existentes y no con personajes que emiten en prosa pensamientos graves; si las personas realmente existentes llegaran a hablar de ese modo, el buen periodista les bajaría los decibeles para evitar la solemnidad trivial.
Este tipo de literatura merece respeto no porque sea buena sino porque defiende causas excelentes. Presentar la enfermedad como algo que es una porquería, si no consuela a los enfermos, se opone al discurso bienpensante de que cualquier cosa es tolerable mientras se la rodee de comprensión y amor. El mensaje de la novela, en cambio, afirma que la enfermedad es intolerable cuando paraliza, confunde y se apodera del cuerpo como de un territorio arrasado. Que esto se lea es oportuno en una cultura que tiene una mirada reconciliada sobre todas las desgracias y las cartas de lectores de los diarios rebosan de buenos sentimientos calificando como un don a las más duras discapacidades (y, en sincronía, desprecia a los viejos, maltrata a muchos de sus enfermos y difunde ideales donde cualquier imperfección es una mancha). En ese punto, la novela sostiene lo opuesto y lo hace con coherencia: la hija se suicida porque no tolera más a su madre enferma. La madre, que quiere seguir viviendo pese a todo, centrada en sí misma como suelen estarlo los enfermos, no puede aceptar que la hija se haya suicidado por su causa e insiste en buscar un asesino.
Pero la pregunta es si parece necesario escribir una ficción de 170 páginas para transmitir este mensaje que podría tener un soporte mejor si no hubiera utilizado la novela como medio. Volcada enteramente hacia fuera, interesada por el tema que hay que contar y por el argumento que se usa para contarlo, Elena sabe muestra una concepción instrumental de lo literario. Por eso, aunque compuesto con cuidado, el argumento necesita algunos recursos un poco increíbles, como lo son el personaje de la mujer “salvada” del aborto, su marido, el amigo del marido, su casa, su discurso, la forma en que corta un budín y se retira diez minutos para recomponerse de un shock, el diálogo con la vieja donde pasa a un segundo plano la rudeza de la enfermedad y se habla de deudas morales y de fatales malentendidos.
Una pila de inverosimilitudes, que cualquier buena novela realista hubiera expulsado como resultado de una noche de confusión de su autor, en esta novela quedan, porque, si desaparecieran de la trama, la vieja enferma no podría realizar su peregrinación desde el Gran Buenos Aires a la ciudad, los lectores no conocerían a la mujer que ha sido obligada a tener un hijo, etc. Por otra parte, esa densidad, que rodea a los personajes principales en las buenas novelas realistas, acá es una red de nudos muy abiertos; los personajes “secundarios” son planos: un atributo, un defecto, nada, como si se tratara de bosquejos de un guión que se desarrollará más tarde.
En Elena sabe, la enfermedad es de un barroquismo sucio, que repugna pero no impresiona, porque acumula confiando en que suceda en la literatura lo mismo que en la vida: si alguien huele a orín día y noche es asqueroso, pero si se lo repite todo el tiempo el efecto no es necesariamente el mismo. Pis, baba, pis, baba, olor, pis forman parte de un léxico de la enfermedad, pero usar el léxico no garantiza nada. Algunas reiteraciones (como la de un pañuelo convertido en una húmeda bola de baba) muestran su ineficacia cuando el lector se pregunta: ¿y no se le ocurrió que sucediera alguna otra cosa desagradable?
De todos modos, la novela no necesita sino lo que ofrece, y no ofrece sino lo que necesita: cumple su finalidad extraliteraria. Quienes la lean podrán discutir sobre el aborto y la enfermedad, y eso está bien; quiero decir, va en una dirección franca hacia problemas reales.
Pero molesta la alambicada construcción. Se sigue el pensamiento y los movimientos de Elena, se cuenta desde ella, tratando de atenerse de manera correcta a ese punto de vista hasta el final. Hay un esfuerzo evidente para que la novela no parezca una narración simple, sin artificios, y al mismo tiempo que no espante con dificultades a los lectores. Los párrafos respetan una consigna como si se tratara de un ejercicio de taller, y lo hacen sin equivocaciones: seguir a una vieja enferma, mientras nos ofrece datos del pasado, se pierde en el presente y avanza en una tarea superior a sus fuerzas. Siempre con diálogos referidos, párrafos muy largos y repeticiones (como si repetir y parcelar una acción fuera de modo inamovible una “marca culta”, una especie de redención estética).
Ni demasiado sencillo ni demasiado difícil, Elena sabe puede dar la impresión de que se está leyendo buena literatura, tan llena de méritos como las ideas que defiende. Sin embargo, fue imprudente poner los dos epígrafes de Thomas Bernhard, porque la novela se inmola en este homenaje a una literatura diferente. Bernhard o Saer pueden llevar a la conclusión falsa de que un escritor, si pone muchas comas y reitera algunas acciones, está escribiendo en un más allá de la comunicación directa. En todo caso, esa conclusión falsa se podría corregir si se leen las frases breves y veloces de Hemingway, que no podrían confundirse con las de un best seller, aunque se haya cansado de vender.