¿Cuántas veces entramos en la pieza de un amigo y la música que él está escuchando nos rompe la cabeza? ¿No será esa forma de llegar a la música una de las más eficaces? John Cheever solía decir fascinado por Tchaikovsky: así es como debería ser la vida. Entré a la casa de Alejandro Lingenti, hace ya varios años y, mientras hablábamos de cosas cotidianas preparándonos para ir a algún lado –ya no recuerdo adónde íbamos pero qué buenos son esos momentos previos a salir con un amigo hacia algún lado, ¿no?–, la música que estaba sonando, una banda inglesa que nunca antes había escuchado, empezó a reclamarme. Era como si el sonido que ellos provocaban ganara algún tipo de discusión. ¿Quién es esta banda tan buena? Son los Arctic Monkeys, me dijo mi amigo, éste es su único disco. El título era una larga frase en inglés que olvidé apenas pusimos los pies en la calle. Pero no olvidé el sonido crudo, fresco y honesto de esa banda. Los empecé a escuchar. Vi unas fotos de ellos: eran nenitos. El cantante, incluso, se parecía a mi novia cuando se levantaba con todos los pelos parados. Era hermoso. El batero parecía una mezcla de Ban Ban, el hijo de los Picapiedras y Chris Penn, el hermano de Sean; me caía bien, tocaba como los dioses. Sacaron varios discos más: todos buenísmos. Humbug, uno que grabaron cerca del desierto, es el que más me gusta. Habla de historias de desencuentros, del golpe que produce el fósforo cuando se enciende, del fuego y la soledad. El hijo de puta de Alex Turner escribe bien. En algunas de sus canciones relata la firmeza de las manos de una chica que podría ser “la manicura del diablo”. Hay un tema, Fire and the Thud, que escuché mil veces y que me reconcilia con la vida: no importa sin son británicos o brasileños, si tienen o no un Papa, todas esas estupideces que nos liquidan no, son los monos del ártico, preparando su alma para la próxima glaciación.