Estaba ansioso por leer Limónov, de Emmanuel Carrère, que encontré al llegar a San Clemente por gentileza de la editorial. El personaje de Eduard Limónov, escritor y político proletario, criminal, fascista, bolchevique, punk, bisexual y asceta entre otros ítems, que vivió en Nueva York y París, se hizo famoso en Rusia reivindicando a Stalin, la KGB y el Gulag pero se alió luego con demócratas como Kasparov, es lo suficientemente complejo como para despertar interés, sobre todo porque el libro promete introducirnos en aspectos de la vida y la historia rusa desconocidos y analizar puntos de vista radicales y contradictorios. Personas de confianza habían elogiado a Carrère, así que durante el fin de semana leí con avidez Limónov y también la mitad de Una novela rusa.
Pero no creo que vaya a terminarlo ni a seguir con el resto de su obra. El libro es entretenido e informativo, pero molesta en él la mezquina intrusión de la persona de Carrère, que no deja de compararse con Limónov y termina acusándolo de no haber triunfado en la vida (el éxito parece su gran tema). Tras un libro y medio, el personaje Carrère deja la impresión de ser un tipo temeroso de su propia mediocridad, que arrastra una gran culpa por el pasado de derecha de tres generaciones familiares, la vergüenza por sus privilegios de clase y una visión del mundo que comparte el cinismo de los privilegiados a los que critica pero confiesa pertenecer. Sencillo hasta el amaneramiento, superficial, efectista, seducido por el poder, Carrère termina reivindicando el sistema soviético, sosteniendo el represivo y fraudulento régimen de Putin, al que declara un estadista de talla, mientras desprecia a Limónov porque “defiende valores en los que no cree (democracia, derechos humanos, todas esas chorradas), junto con personas honestas que encarnan todo lo que él siempre ha despreciado”.
Hice un alto en la lectura para ver la pelea de Maravilla Martínez, un boxeador capaz de contestarle a un periodista “las superestrellas siempre nos recuperamos”, justo lo que Carrère le reprocha a Limónov no haber logrado. En realidad, la vi gracias a una causalidad afortunada, con cuya narración espero borrar el mal gusto de los párrafos anteriores. Estaba en una librería cuando me presentaron a un mexicano que repartía una revista mensual de boxeo y literatura llamada Esquina boxeo. Le comenté que en otra revista mexicana había leído un artículo excelente sobre el escritor Budd Schulberg y el box. “Lo escribí yo”, me respondió sonriente Rodrigo Márquez Tizano. Así que me fui con cuatro números de Esquina boxeo y en el de enero encontré un ensayo fascinante de Sergio De La Pava, escritor americano, autor de The Naked Singularity, una novela de 700 páginas que editó él mismo y alcanzó una notable repercusión. De La Pava utiliza a Virginia Woolf para reivindicar el boxeo mediante un argumento que intentaré simplificar ahora. A diferencia del escritor mediocre, que arrastra al lector a la bajeza de sus lugares comunes, el gran escritor vuelve el mundo verdaderamente complejo. Pero lo simple, expresado en su máxima pureza, debe tener también un lugar. El boxeo, para él, no es un arte pero es capaz de hacer sublime la simplicidad. Dice De La Pava que, fuera de una pequeña selección de momentos de los grandes campeones (que reunidos duran lo que se tarda en leer Anna Karenina), el boxeo cotidiano, con sus batallas de resistencia, es la vía privilegiada para celebrar lo simple. Es decir, para ofrecer un destilado de la lucha mucho más atractivo que la literatura de segunda categoría.