Los prejuicios son a la inteligencia lo que el instinto a la supervivencia. No son infalibles y, al igual que el instinto, a veces fallan, pero siempre es recomendable seguirlos. En algunos falla más seguido que en otros, pero eso no les quita a los prejuicios su valioso poder de evitarnos sinsabores, malhumores y, sobre todo, la pérdida del tiempo.
Había una sección en el diario italiano Corriere della Sera que durante mucho tiempo me divertía diariamente. Consistía en reproducir un microrrelato cualquiera, sacado de cualquier obra, pero omitiendo el nombre del autor. El lector podía arriesgar, suponer, predecir, pero la solución certera la encontraba al día siguiente, con la entrega del nuevo microrrelato. Recuerdo haber leído uno particularmente precioso que hablaba de un rey enfermo y un sacerdote, una pequeña historia que parecía sacada de Las mil y una noches. El relato hablaba de un rey que hacía llamar a un sacerdote al que todos atribuían poderes curativos para que lo ayudara a acabar con sus dolores de espalda. El sacerdote, en el intento de entender el origen de los dolores, comenzaba a hacer preguntas: cómo trataba el rey a su prójimo, qué cosas lo angustiaban, qué tormentos sufría el reino. El rey, harto de tener que pensar en problemas, le pedía al sacerdote que le trajera a alguien que pudiera curarlo sin hacerle tantas preguntas. Y el sacerdote volvía con un veterinario.
Mis hipotéticos autores de ese texto eran muchos, pero nunca me hubiera imaginado que era Paulo Coelho.
Una vez confundí a Joan Didion con otra Didion escritora de las novelas románticas que editaba en los 80 Javier Vergara (muchas de ellas traducidas por el joven César Aira). Efectivamente el libro era romántico, pero no me pareció tan malo como mi prejuicio hubiera determinado de haber sabido de antemano que estaba leyendo a la autora equivocada.
Más tarde supe que Witold Gombrowicz contaba en su Diario que solía experimentar combinando frases sueltas, construyendo un poema absurdo, y leyendo el resultado ante un grupo de admiradores de un poeta determinado, anunciando que lo que estaban oyendo era su última composición. Indefectiblemente suscitaba el arrobamiento general (y muchas protestas cuando la trampa se develaba). Con esto Gombrowicz trataba de demostrar que los lectores de poesía son los más falsos de todos y que nadie sabe de lo que habla, cosa que parece bastante cierta. A Gombrowicz la poesía no le gustaba y lo aburría. Sensibilidad poética no le faltaba, pero él encontraba más poesía en Dostoyevski o Pascal que en, digamos, Borges. Ahí tienen otro experimento, ahora que lo pienso. Tomen un poema de Mario Benedetti y háganlo pasar por uno de Borges. Léanselo a un grupo de admiradores del poeta argentino y vean qué pasa. El arrobamiento general está asegurado.