Carezco de un conocimiento profundo de la vida carcelaria. Mi frecuentación se limita a una antigua visita a una cárcel que ya no recuerdo dónde quedaba (¿Marcos Paz?). Remís, calles de tierra, un paquete con libros destinados a la biblioteca de la institución, anotarme como amigo en el ingreso, luego travesía por un largo túnel (en apariencia subterráneo) hasta llegar a la sala común, donde los presos (llamados “internos”, de lo que se deduce que los no presos deberíamos ser denominados “externos”) recibían a amigos, familiares y abogados.
Yo había ido a ver a un famoso asaltante de camiones blindados, llevando el ofrecimiento de una editorial para que me dictara sus salientes hechos biográficos, que luego debía convertir en un libro. El “interno” me recibió con un mate, mirándome fijo a los ojos, evaluando si yo era el adecuado para la tarea, y luego me presentó a uno que estaba a su lado, más joven y más flaco, a quien mencionó como su representante. Tomá mate. El representante me trazó lo que ya entonces me pareció un confuso panorama de litigios entre actuales y antiguos abogados de su representado, y me dijo que el proyecto editorial le parecía interesante, pero que ellos estaban pensando en un desarrollo más completo, que incluía, por ejemplo, franquicias, el uso del apellido del interno para montar una cadena de restaurantes. Imaginé que el comentario era una broma y le pregunté si creía que el apellido de su representado constituía un valor gastronómico, y si el lema de esos restaurantes debía ser “El que roba te da de comer”. Al representante no le gustó mucho mi comentario, que por otra parte no carecía de justeza, ya que luego el famoso asaltante de camiones blindados me confió que había iniciado su carrera delictiva a comienzos de la década del 70, atracando camiones de alimentos para distribuir su contenido en las villas de emergencia. Al parecer, el mentor de la operación era Rodolfo Galimberti. Después, seducido por la idea de movilidad y ascenso social, se dedicó al cuentapropismo, hizo su fama y allí estaba.
El proyecto no prosperó. Fui a verlo un par de veces más, pero mis interlocutores parecían más interesados en que les consiguiera tarjetas telefónicas que en avanzar en la negociación. Tal vez habían intuido mi inadecuación para el tratamiento del tema.
Hace unos días leí que Rodolfo Palacios, un escritor y periodista de vasta trayectoria en materia de crímenes y policiales, iba a llevar a cabo esa obra que yo ya había olvidado. Me pareció un acto de estricta justicia: no se podía pensar en mejor autor para el asunto. Curiosamente, la noticia me sorprendió viendo por primera vez en años una serie argentina. Como todas las series, El marginal promete más de lo que entrega, pero a diferencia de otras, entrega algo distinto de lo que se esperaba. Sé que hubo protestas por la posible estigmatización de los habitantes del universo carcelario, que mayoritariamente provienen de los sectores más pobres de la sociedad. Esas protestas suponen una petición de carácter realista, la idea de un corte en el tiempo y el espacio para obtener una reproducción, una duplicación, una imitación de una zona arquetípica de la realidad, acorde a la idea que de sí mismos y del otro se hacen quienes protestan.
Pero El marginal es un cuento fantástico, una visión alucinatoria del horror de los campos de concentración, en el que cada individuo forma parte de un colectivo diferenciado de otros, así como las bestias se dividen por especies en el jardín zoológico. Su realismo, si existe alguno en esa serie, se encuentra en el funcionamiento del lenguaje, en las frases que suelta el capomafia de la cárcel, curiosamente apellidado Borges, y en el modo en que los presos casi sin nombre (y que no son actores, o que están camino de serlo) trabajan el lenguaje del “fierita”, que es el lunfardo de estos tiempos.
Una pequeña nota sobre la ficción: el personaje del prefecto carcelario, fastuosamente actuado por Gerardo Romano, se llama Antín. ¿Un pequeño homenaje a Manuel Antín, director de la Universidad del Cine, o a su primo, el crítico Quintín?