Harold Pinter no suele dar entrevistas. Recibo de Londres un ejemplar de la Time Out, y –caramba– Pinter es tapa. Algo debe estar cambiando. ¿Cambiando?.
El Nobel no lo ha mellado. Leo a un Pinter tranquilo, lacónico y sincero. Pero también lo leo –ya que es verano– con el mismo afán cholulo con el que otros se relamen leyendo que a la Alfano se le inundó el teatro en Mardel o que Wanda Nara se casó.
Va poco al cine: lo aterrorizan los comerciales y los trailers, tan ruidosos. Hollywood es literalmente una fábrica de hacer cagadas, con milagrosas excepciones. ¡O que le gustó La vida de los otros porque tenía un tema!
Allá por los 80 Pinter empezaba a juntarse con “un grupo de sujetos bastante inteligentes que querían discutir qué estaba pasando en el país. Y a la gente esto le pareció absolutamente repugnante”. Y ridículo. El activismo de Pinter es un poco menos ridiculizado ahora. Pero cita un encontronazo en el Evening Standard a raíz de su poema Democracia. “¿Y el chabón llama poema a esto?”, se queja el Evening. Pinter recuerda también las pésimas críticas a su primera obra, The birthday party. Casi decide dedicarse a otra cosa.
La excusa de la nota es la participación de Pinter como guionista de Sleuth, con Jude Law y Michael Cane, remake del clásico de 1972. Uno después va a la página 64 y la película es defenestrada por un tal Trevor John-ston. Nada ha cambiado tanto. Los artistas hacen lo que deben. Y los críticos, que hagan lo que quieran. ¡No hay que gustar! Este trabajo poco tiene que ver con eso y Pinter lo sabe. Yo no he visto Sleuth aún. A lo mejor es una porquería. Pero lo dudo. Más bien sospecho que Johnston será barrido por la ventolina de la historia. Y Pinter, no. Lo demás –por suerte– es silencio.