Pasé unos días en compañía de una escritora y unas horas en compañía de otra. La primera está muerta (ya lo estaba cuando pasé unos días con ella). Se llamaba Lucia Berlin (1936-2004) y su fama fue póstuma, o casi. Una extensa colección de sus cuentos acaba de ser traducida bajo el título Manual para mujeres de la limpieza. Es una autobiografía desplegada en relatos ficcionales en los que la autora puede narrar en primera persona o aparecer como un personaje secundario. Lo que no baja es la intensidad de cada una de esas piezas que reflejan la intensidad de una vida singular. Berlin era jorobada (no mucho) y alcohólica (muchísimo, hasta que paró), tuvo una madre tremenda, cuatro hijos, una buena cantidad de maridos y amantes y, sobre todo, una insólita variedad de trabajos y de posiciones sociales en muchísimos lugares. En sus cuentos, Berlin nombra más ciudades que Chuck Berry en sus canciones, pero en todas ellas le pasó algo digno de ser contado, o al menos fantaseado: su lema era algo así como “mentir nunca, exagerar a veces”.
Aunque la contratapa habla de Proust y Chéjov, de Grace Paley y Lorrie Moore (¡oh, las contratapas!), y aunque Berlin creía como sus compatriotas en la “escritura creativa”, una profesión que se puede enseñar hasta en las cárceles, su intensidad salvaje me hace pensar en Jean Rhys, en Henry Miller o en Erica Jong, una casi olvidada escritora que se hizo famosa en los 70 por un libro llamado Miedo de volar en el que detallaba su vida sexual. En Berlin, el tema predominante no es el sexo (es más bien parca en ese sentido), pero exhibe la misma libertad para hablar de sí misma e ir hasta el fondo de las experiencias personales, algunas terribles, con la alegría y la candidez de una adolescente americana dispuesta a cosas tales como cruzar la frontera para ir a comprarle heroína a un marido que la tenía embarazada de ocho meses. Berlin tuvo un padre ingeniero en minas y agente de la CIA que le dio una educación de rica en Chile y supo ser también muy pobre y vivir en el submundo de los ilegales, los borrachos y los desesperados, a los que trató en un democrático pie de igualdad. Nunca la olvidaré.
La otra mujer es Cynthia Rimsky y nació en Santiago de Chile en 1962, años después de que Berlin volviera a su país. De ella se acaba de reeditar en la Argentina Poste restante, pequeña crónica de un viaje que la autora hizo en 1999 en busca de señales de su familia de inmigrantes judíos a partir de un vago álbum de fotografías con su apellido. Rimsky pasa por Medio Oriente, Chipre y Europa Oriental y su estrategia es un vagabundeo entre gente perdida, con la que se comunica muy poco. En la contratapa (¡oh, las contratapas!), María Moreno escribe que se trata de un tipo de viaje que contrasta con el beat y el guevarista, y que Rimsky hace “observaciones delicadas pero políticas”. No veo la política, pero creo encontrar en las fotos y reproducciones sesgadas ecos de Sebald y de Bellatin. Si Berlin escribe en el sistema narrativo apreciado en la industria editorial, Rimsky lo hace en el mundo de los procedimientos literarios (cambios de persona y de género, desenfoques, distanciamiento de los personajes, incluso de sí misma). Pero ambas transitan un espacio común: el de los que no tienen dinero ni destino.