Lo conocí un día muy caluroso, estabamos sentados en la barra de un bar que ya no existe que quedaba dentro de una librería que ya no existe. Hacía un calor infernal y se presentaba Lo imborrable de Juan José Saer. Nos hicimos amigos y anduvimos caminando la década inflamable, los 90. Me gustaba de él que era un tipo con un sentido del humor muy cínico y que era un sobreviviviente, un desesperado. Por él conocí a Fogwill en un apart hotel de la avenida Santa Fe donde vivía Quique. Y con él –Pablo Chacón– escribí varias notas de tapa para Página/30, una revista que ya no existe.
Aunque la literatura es sin dudas una práctica colectiva, escribir de a dos no es sencillo. Con Pablo lo hacíamos a la perfección. Escribía él o yo mientras el otro argumentaba cosas o dictaba. Nos divertíamos mucho. En ese entonces Pablo trabajaba en Télam, pero también escribía en cualquier lado donde pudiera. Nunca conocí a nadie que pudiera escribir tanto y tan rápido. Creo que él creó la posverdad, ya que muchos de los reportajes que traía era probable que fueran inventados. Busquen el que le hizo a Thomas Pynchon. Ojalá se pudieran reunir y publicar. Aunque una tarde, mientras estábamos en su casa de San Telmo, sonó el teléfono y era Gianni Vatimo. Pablo lo entrevistó por fono en un italiano demencial. Me hizo morir de risa.
Murió el 31 a las diez de la noche de un ACV. Tenía un cuerpo al que le había metido de todo, aguantó bastante. Ayer a la noche salí al balcón, como Jay Gatsby, y miré la inmensidad de la ciudad a oscuras. Había una ventana iluminada por un televisor. Claro, era Pablo que miraba una película para mitigar el insomnio. Una película no muy buena pero tampoco mala. Con un argumento sencillo y actuaciones precisas y poco afectadas. De ésas que se pueden contar al otro día sin tener que ser profundo ni sofisticado. Una película de bajo presupuesto para pasar la noche del alma.